o peor nunca llega donde se le espera. Nada más tranquilo que un pueblito de Francia en la región de Rouen, ciudad de la provincia francesa más moderada, donde el día de hoy una pequeña iglesia abrió sus puertas a todos los fieles deseosos de asistir a la misa. Este sacerdote tiene exactamente un total de cuatro personas como público. No es una gran star. La Iglesia católica tampoco, al menos en Francia.
Mientras este hombre, de 86 años, celebra la misa ante esta innumerable asistencia, dos religiosas y una mujer de edad, ¿semejante por su perseverante asistencia a una fan de Michael Jackson?, dos hombres penetran en la iglesia. No, no vienen a rezar, vienen a matar. Y lo hacen a su manera ritual. El sacerdote será degollado con un cuchillo. Se reconoce en ello el espectáculo que el Estado Islámico prefiere entre todos. Se las arregla para filmarlo a manera de difundirlo en el mundo entero y a utilizarlo para la difusión de su propaganda. Porque existe una propaganda del horror. Imágenes insostenibles tienen un poder de fascinación sobre mentes frágiles y perturbadas. El cálculo de Daesh, este sistema del Estado Islámico, se basa en la vasta existencia mundial de estas personas cuyo espíritu se tambalea sin rumbo, víctimas de una profunda turbación, suficientes para constituir un ejército. Un ejército en guerra que sale al ataque sobre todos los frentes en el mundo entero.
¿Cuál guerra? Una guerra contra todo eso que representan los infieles, los no creyentes, donde los cristianos y los ju-díos son situados en primer rango, por tanto, dignos de ser asesinados sin piedad, con delectación y gloria: ¿no está prometido el paraíso, poblado de vírgenes que los esperan humildes y sumisas, a estos altaneros héroes, autores monstruosos de un espantoso horror?
Después de los atentados criminales de Charlie-Hebdo, del Hyper-casher, del Bataclán y del Paseo de los Ingleses en la ciudad de Niza, los cuales hicieron más de 250 muertos y mucho más heridos, este último atentado podría parecer débil en materia estadística: un solo muerto contra centenas de cadáveres. Sucede lo contrario. Este solo muerto, después de tantos otros, tiene ya más peso que todos los otros. En esta ocasión, toda la población francesa se halla bajo choque, traumatizada, horrorizada y, sobre todo, dispuesta a levantarse de manera incontrolable bajo el imperio de la cólera y el odio. Francia se encuentra al borde de una fractura profunda, la cual puede, en un parpadeo, llegar al baño de sangre, como se ha visto tantas veces en su larga historia. Cada quien sabe que un individuo puede volverse paranoico, sentirse perseguido, ver enemigos por todos lados, pero existe también la posibilidad, de la cual habla en forma explícita Sigmund Freud, de ver a todo un pueblo, una población entera, devenir paranoica. Esta perspectiva se aproxima y podría muy rápidamente afectar al pueblo francés, y, más allá, a toda la civilización europea y occidental.
Cierto, la república francesa es laica, y la separación de la Iglesia y del Estado es definitiva. Esto no impide que el crimen cometido contra un sacerdote, simple cura de un pueblito semejante a tantos otros en el país, atente directamente contra los fundamentos del patrimonio y de la historia. Atentado que los ciudadanos republicanos, creyentes o ateos, no pueden admitir, pues equivaldría a aceptar que este tesoro y este emblema fuesen profanados, violados, asesinados. Es su historia, la historia de este pueblo. Y es esta historia la que es directamente atacada.
No es la primera vez que Francia se confronta con una amenaza que podría hacerla desaparecer si cediese. Los asesinos del Estado Islámico tienen, como plan y estrategia, la desaparición de Francia, y también de toda la civilización judeocristina, tanto griega como romana, en suma, de una historia del pensamiento que nació con los filósofos griegos cuando se preguntaron por qué es el ser.