n la selva, el manglar o la manigua, pero empantanados y sin atrevernos a dar pasos en firme o brazadas poderosas por el temor a ahondar todavía más la situación. En estas condiciones, que no dependen del buen humor o el mal talante del secretario en turno, ni siquiera del Presidente, con tanto poder como mantiene, nos agarró el chaparrón que el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), con sus hallazgos sobre la pobreza, dejó caer hace unos días, así como así, como si contar con el beneplácito de un funcionario fuera hoy por hoy suficiente para ganar la aprobación del respetable. Pero no ha sido así, porque ya no es así, si es que en efecto alguna vez lo fue.
Esperemos que el mencionado anuncio referente a que los pobres ya no lo son tanto no vaya a derivar en otra fiesta florida donde los partidos se definan por sus preferencias en torno a la magnitud de la pobreza mexicana. Porque no se trata de eso, porque esas magnitudes, sean las que sean, deberían recoger el entendimiento y el mejor conocimiento a la mano para actuar sobre esa llaga, con base en la mejor de las evidencias, tal como la medicina moderna propone que debe hacerse.
Junto con muchos otros colegas y coetáneos he celebrado el buen desempeño del Inegi, como he defendido, sin caer en culto alguno, los empeños del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) por alcanzar mediciones de un tan fenómeno complejo y multidimensional que auspicien formas de intervención y políticas sociales congruentes con el tamaño y la profundidad del reto.
Que el Inegi debería no sólo haber informado, sino consultado y deliberado con el Coneval sobre sus reales y supuestas mejoras a la forma de captar la información pertinente, no debería ponerse en duda. Y no bastan las lamentables metáforas de algún vicepresidente del instituto para despejar el escenario de suspicacia y malestar que ha sembrado su descubrimiento más reciente. Por lo demás, no será una confrontación de oficialías de partes la que nos lleve a desenredar el entuerto, sino un coloquio informado, digno de la tarea entre manos, que le permita a la sociedad y los usuarios mantener o recuperar la confianza en los informes que producen ambos organismos sobre una situación tan delicada y difícil de tragar y asimilar como es la pobreza de masas en un país urbanizado y poblado de billonarios.
Son estos contrastes los que nos obligan a tratar el tema con cuidado, si no es que con pinzas, porque no se trata de información común y corriente, sino de unas series a partir de cuyo estudio se forman los juicios más severos o extremos respecto de lo que nos pasa como comunidad política nacional. Nada más y nada menos.
Para un cometido como este no basta la eficaz filtración de notas, antecedentes u opiniones de expertos en favor o en contra. Los datos y cifras del Inegi, así como las evaluaciones del Coneval, han servido en el pasado para poner en cuestión los teoremas y axiomas que han inspirado la política oficial. Se ha tratado de un sano y estimulante aditamento para nuestro de por sí balbuceante debate económico. Gracias a esa producción informática, cada vez más abundante y oportuna, la discusión puede volverse robusta y enriquecer las opciones de política en vez de empeñarnos en juegos binarios de blanco y negro, de un sí o un no que no conducen muy lejos.
De aquí la urgencia de darle al intercambio actual la importancia que requiere. No sólo porque –como se ha dicho con claridad– es la credibilidad sobre información fundamental la que está en juego, sino porque la política que reclama la hora exige acuerdos en lo fundamental sustentados en la evidencia y el análisis. De esto deberían tomar nota ya los legisladores, que tienen sobre sus curules y escaños una reforma de la Ley de Desarrollo Social a la que poco caso le han hecho.