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Los movimientos sociales: una clave del cambio
D

e vez en cuando acudo por las noches, al igual que otros vecinos, a una antigua panadería situada en la colonia Narvarte. La razón es sencilla: se trata de uno de los pocos lugares que ofrecen pan recién horneado después de las 9 pm. La cola es larga, aunque la amable viejita que atiende hace el rato llevadero. Hace un par de noches uno de los clientes, tal vez pasado de copas, quiso ingresar a la zona de hornos para tomar unas piezas de pan. La señora le pidió que no lo hiciera. El cliente se molestó y empezó a gritar. Un hombre joven intervino en su defensa: Más respeto, sólo porque ven a la gente grande, abusan, expresó. La discusión se desató en unos segundos y la trifulca parecía inevitable, cuando desde la cola alguien empezó a decir: ¡Patrulla, patrulla!, acaso con el fin de disuadir al rijoso. Su respuesta puso los ánimos al techo: Soy diputado suplente y las patrullas no me hacen nada. En ese momento uno de los grandes hornos se encontraba abierto y la cola empezó a corear: ¡Horno, horno!, quizá con la intención de encerrarlo. Entonces intervino la amable señora: No, no lo vamos a encerrar. Nos va a agriar el pan. Mejor que se vaya. Como por arte de magia y muy disciplinadamente, la cola empezó a exigir: Que se vaya, que se vaya... El diputado suplente entendió que era el mejor momento para desaparecer.

Hay en la sociedad mexicana un conjunto de reglas no escritas que marcan, muchas veces de manera bastante clara, los límites y las posibilidades de la acción del poder. Y son estas reglas las que hoy, de alguna manera, sostienen el mínimo de civilidad que le permiten sobrevivir frente a la descomposición de las esferas distinguibles de la representación política. Las escenas de esta descomposición son plausibles a diario en las noticias. Tres ejemplos:

1) Gobernadores que han endeudado a sus administraciones a límites incalculables como en Veracruz, Chihuahua, Durango, Tabasco y otros estados, hasta el punto de situarlos ante quiebras absolutas. Son los mismos gobernadores que representan el centro de la alianza entre la burocracia política y el crimen organizado, y que ha convertido regiones enteras del país en zonas de violencia y zozobra. No hay que olvidar que en México los hilos más profundos del poder se encuentran en el poder regional. Más que un síntoma, Javier Duarte, el sicópata al que se ha permitido gobernar Veracruz durante casi un sexenio, es la regla. Cierto, la Federación decidió finalmente remover a dos de ellos; lo que no decidió remover fue la estructura institucional profunda que ha hecho posible la transformación del antiguo pacto federal en un pacto feudal. (Al emprender las investigaciones por fraude, los jueces deberían indagar quién hizo posibles los préstamos de manera legal. Pronto encontrarán a quienes ejercieron las carteras de Hacienda y Comercio en las décadas recientes. Un Estado que se boicotea a sí mismo.)

2) Diputados y senadores que son incluso incapaces de hacer avanzar una iniciativa como la ley 3 de 3, que tan sólo demandaba un mínimo de transparencia como condición para ocupar un cargo.

3) Una Presidencia a la deriva, que encabezó el mayor intento de restauración de las prácticas priístas distintivas del siglo XX y que ha visto fracasar todas y cada una de sus iniciativas principales. La reforma educativa se encuentra hoy en severa negociación. La reforma fiscal no ha hecho más que afectar a la muy pequeña empresa, que sostiene a 40 por ciento del empleo. La reforma energética sigue sin entusiasmar a las grandes empresas. Y la reforma política, encarnada en el Instituto Nacional Electoral, cuya finalidad era colonizar las instituciones electorales con las clientelas del Revolucionario Institucional, no logró impedir que el partido oficial perdiera la mayoría de las elecciones locales.

La pregunta es si existe alguna fuerza en la sociedad política que sea efectivamente capaz de responder al desafío de una crisis de proporciones cada vez más incalculables. La respuesta es sencilla: no en la actualidad. No existe esa fuerza. Ni entre los partidos más antiguos ni en los que obtuvieron su registro recientemente, por mejores que sean sus intenciones. Ninguno de ellos puede escapar a las redes visibles y no visibles que convirtieron la transición en un proceso de sobrevivencia del régimen existente. La diferencia entre nuevo y antiguo régimen se ha vuelto en México absurda.

El hecho de que hoy la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación negocie en la Secretaría de Gobernación todos y cada uno de los rubros de esa estrategia que –bajo el eufemismo de reforma educativa– buscaba convertir el sistema educativo en un campo de control de las prácticas y la ideología de la tecnocracia merece una lectura más acuciosa que la de una derrota de la política oficial.

Durante más de cuatro años la disidencia magisterial hizo énfasis en que la sociedad cuenta con fuerzas capaces de mostrar que los conceptos oficiales de democracia, bienestar y eficacia no pasan de ser meras hipótesis, y que todo el trabajo de los actuales gobernantes ha consistido en apuntalar las condiciones materiales y subjetivas en las que esas hipótesis adquirieran el tono de aceptables y en configurar espacios donde parecía que podían existir como simulacros. Todos los medios valieron para eso, incluso los menos democráticos, los más persecutorios, los más policiacos. Dos acontecimientos de las dimensiones de Ayotzinapa y Nochixtlán fijan los límites de esa inversión.

Más que de un movimiento magisterial se trata de los maestros en movimiento, en busca de un debate que ponga en la mesa de discusión los problemas centrales de la educación en México. La disidencia magisterial fija tan sólo uno de los tantos movimientos sociales que hoy buscan transformar las relaciones entre el Estado y la sociedad desde sus miradas singulares. La lista sería larguísima: movimientos por los derechos humanos, por los derechos de género, por la recuperación de las tierras en manos de las mineras, por la reparación de la violencia y los crímenes, etcétera. En los tiempos recientes la eficiencia de algunos de ellos ha quedado más que demostrada. Son imprescindibles para transformar la faz política y social del país. Y su capacidad de incidir dependerá, entre muchas otras, de una condición central que está a la vista: no quedar atrapados en las redes de los agentes políticos, abandonar el estado-centrismo de los antiguos movimientos sociales, la antigua idea del sujeto político.