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“Escójale, marchantita” Como allí todo estaba previsto, la compra, la venta, el beneficio, resulta que a los comerciantes les
En el mercado laboral, los trabajadores venden por un mal salario sus talentos y energías; en el mercado de productos, los campesinos malbaratan sus cosechas al coyote o al acaparador; el mercado le pone precio a la tierra, al agua, al viento…, recursos de los que depende la vida; en las tiendas departamentales, más que comprar nosotros las mercancías que nos miran desde los estantes, son ellas las que nos compran; en el mercado electoral se venden candidatos y se compran votos; los escribidores mercenarios ofertan en el mercado sus conciencias y sus plumas… Por todo esto a algunos nos disgusta el mercado: un espacio hostil donde a todo se envilece pues todo se vuelve mercancía. “¿Cuál es tu precio?”, es la pregunta más ofensiva que alguien puede hacernos. Pregunta que, descarada o sutilmente, a todos nos han hecho alguna vez. Y quizá --pensémoslo bien-- de una u otra forma la contestamos. Inmersos en el mercado omnipresente y global: una gran bestia ciega, sorda y desalmada que nos exprime y zarandea sin clemencia, los críticos, los descontentos aprendimos a odiar el mundo de las mercancías. Y es un odio justificado. Mejorar la vida es, entre otras cosas, desmercantilizarla. Pero hay otros mercados. Mercados cálidos y entrañables. Mercados que son ámbitos de diálogo entre los diversos, lugares de encuentro no sólo de los que habitan un mismo barrio o pueblo sino de los que vienen de otros rumbos, cercanos o distantes. Lugares de intensa convivencia donde se intercambian tanto productos como información, opiniones, chismes, habladurías… Mercados tan diversos, barrocos y entreverados como las milpas. Mercados que son cultura. De los mercados tradicionales habla Ricardo Pozas Arciniega en el clásico de la etnografía mexicana que es Chamula: “El comercio que se hace con fines de distribución de productos difiere de la actividad comercial de los que realizan el comercio como una ocupación. Los productores indios que van a los mercados de sus pueblos y venden directamente a los consumidores eliminando al intermediario, mantienen aún algo de la economía india. La distribución del producto en función de las necesidades del pueblo y la región”. Hace ya bastantes años, mujeres mixtecas de Tlacotepec, pueblo oaxaqueño serrano y mal comunicado, me contaban que tenían por costumbre irse caminando hasta la costa para traer terciado un bulto de naranjas que vendían en el mercado por unos centavos más de lo que habían pagado por ellas. Cuestionadas, porque a mi ver la módica utilidad no justificaba el gran esfuerzo, me respondieron riendo que el chiste no era ganar sino tener algo que ofertar el día de plaza en el pueblo. “Lo que importa no es lo que compres o lo que vendas, lo que importa es estar en el mercado. Para nosotras ese es el mejor día de la semana”. En los pueblos chicos, la plaza donde se hacen las fiestas y las ceremonias es también el lugar en que un día a la semana se compra y se vende; el mercado es el corazón de la comunidad. La lonja medieval española, el zoco árabe tienen su equivalente mesoamericano en el tianquiztli. Y algunos, como el de Tlatelolco, eran enormes y con una riqueza y variedad de mercancías que pasmaban más a los visitantes que los grandes templos que lo rodeaban: productos de gran volumen y poco precio como maíz, frijol o amaranto que venían de lugares cercanos, y productos más valiosos que viajaban largas distancias como obsidiana, jade y cacao. Y el medio de transporte era el hombre, el tameme, que en mares, ríos, lagos y canales se auxiliaba con embarcaciones pero que en tierra dependía sólo de la fuerza de sus piernas. Un gran mercado indio del norte de nuestro continente es el que desde el siglo XIX celebraban los chinock y otras tribus en el estuario del río Columbia. Una Babel donde se hablaban todas las lenguas y donde se comerciaban entre otras muchas cosas instrumentos de piedra, cobre, cestería, cobertores de lana, cueros, conchas, vestidos, adornos, pescado seco, harina, aceite, piraguas, caballos y esclavos… Sobre su vertiginosa vendimia, dice el mito chinock que “los humanos se repartían en tribus por la superficie de la Tierra y hablaban lenguas diferentes. Pero coincidieron en ferias donde intercambiaban alimentos, materias primas y objetos manufacturados. Y de esta manera una diversidad ordenada reemplazó a la confusión. La guerra y el robo desaparecieron en provecho del mercado […]”. En El hombre desnudo, el antropólogo Levy Strauss ratifica el dicho al sostener que efectivamente la diversidad espacial, temporal y cultural encuentra su “solución de orden a la vez económico y social en el intercambio inter tribal”. El mismo autor ubica en el mercado la puerta por la que pasamos de ser pura naturaleza a ser naturales y sociales: “El tránsito de la naturaleza a la cultura es menos significado por el acto en bruto de cocinar transformando lo crudo en cocido, que por las transformaciones comerciales que permiten el tránsito de una alimentación monótona a un menú diversificado […]”. Y a continuación, retomando el mito chinock, le atribuye al mercado el papel de clave ontológica de la condición humana: “Es el intercambio tal como es practicado en ferias o mercados el que torna manifiesto el orden [económico, social y culinario]. De modo que todo ocurre como si el mercado --cual espejo cóncavo-- condensase el conjunto de los mecanismos que garantizan el funcionamiento del cuerpo social. Instituyendo el intercambio, dejan entender los mitos, el demiurgo ha fijado definitivamente la frontera entre la cultura y la naturaleza, la humanidad y la animalidad […] “. Pero el mito, Levy Strauss y sin duda nosotros en tiempos de despojo y privatizaciones como los que corren, dejamos ciertos bienes fuera del mercado: “Con todo, existen cosas que no se truecan, pues tienen el carácter de bienes comunes: así el agua potable, el fuego de cocina y otras cosas que deben ser compartidas fuera de toda transacción comercial”.
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