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Mercados alternativos, Jorge Liber Saltijeral Giles, Julia Álvarez-Icaza Ramírez y Arturo Vera Tenorio [email protected] Y al fin y al cabo, actuar sobre la realidad y cambiarla, aunque sea un poquito,
El sistema agroalimentario global ha considerado a la producción de alimentos como una actividad económica y a los alimentos como un bien comerciable. Frecuentemente, la alimentación se presenta como una necesidad exclusivamente biológica, --“necesitamos ingerir alimentos para cubrir las necesidades nutricionales del organismo”-- pero existen características inmateriales que le dan sentido al acto de alimentarse, es decir, no sólo se vive de funciones biológicas, sino también de relaciones sociales y afectivas, de identidades y pertenencias. Frente a algo tan cotidiano como la alimentación, existe el riesgo de trivializar y simplificar el hecho alimentario; sin embargo, es necesario cuestionar esa cotidianidad y acercarse a sus complejidades, por lo tanto debería preocuparnos todo lo que existe detrás de la producción y el consumo de alimentos. Ante la acción sistemática de separar la alimentación de su función social, política y económica, los actores de la cadena agroalimentaria debemos de aclarar que la agricultura debe de producir alimentos, no mercancías. La sociedad en conjunto debe buscar la capacidad de resocializar y re-espacializar los alimentos a partir de la construcción de una nueva “ciudadanía alimentaria” (Renting, 2012), una ciudadanía que trascienda del alimento como mercancía y de la gente como consumidora. Una ciudadanía que reivindique el derecho de diseñar, participar y operar el sistema alimentario de forma multidimensional incorporando atributos socioculturales de justicia ambiental, laboral y económica. Una sociedad distinta precisa de nuevos consumidores y nuevas formas de consumo que consideren este acto como un acto sociocultural y de reflexión en el que se “presuponga una actividad en la que el producto es objeto no sólo del deseo o necesidad del consumidor sino también de sus conocimientos y juicio” (Douglas & Isherwood, 1996). La ciudadanía alimentaria debe de moverse con cuidado, pues el cambio en los patrones de consumo no puede basarse en una cuestión de moda. Detrás de la compra de un café sustentable producido por comunidades indígenas o de una lechuga de producción local, no sólo existe el acto solidario, sino que tiene que trascender hacia una voluntad transformadora dotada de compromiso que transite del pensamiento a la acción. En este contexto, debemos de reconocer a los movimientos ciudadanos emergentes que proponen nuevas formas de crear, conceptualizar y operar el sistema agroalimentario ante el impacto sociocultural, económico, político, ambiental y sanitario que ha tenido la globalización alimentaria. De esta forma, surgen tianguis y mercados orgánicos, agroecológicos o alternativos que desbordan por mucho las relaciones comerciales de los supermercados incorporando valores éticos, ecológicos y solidarios, además de ser espacios de vinculación en donde se realizan intercambios simbólicos y materiales. Ante este panorama, en el 2012 surge al sur de la Ciudad de México el Mercado Alternativo de Tlalpan (MAT), proyecto que se da cita todos los sábados y domingos en dos espacios de venta distintos. La comunidad del MAT está conformada por 38 expositores, de los cuales 14 son productores directos, 19 transformadores y cinco comercializadores. Una tercera parte de ellos son de la delegación en donde se ubica el mercado. Además de la convencional compra y venta, se ofrecen diversas actividades culturales y formativas con relación a los procesos productivos, en donde los miembros del MAT comparten por medio de una charla, taller o cata sus experiencias y conocimientos, rescatando el valor biocultural de la alimentación. El MAT genera también un espacio de convivencia y cohesión comunitaria en el que se revalorizan los lazos entre los asistentes detonando procesos de participación ciudadana en temas que trascienden lo alimentario y que propician el involucramiento político. Una sociedad distinta precisa de nuevos consumidores y nuevas formas de consumo, por ello, una parte fundamental del proyecto son las visitas a los sitios de producción en donde se fortalece el vínculo de honestidad y transparencia. El MAT es una apuesta por la construcción de una ciudadanía alimentaria en donde es necesario elegir las identidades sobre las marcas, el precio justo sobre el precio de mercado, las historias sobre la mercadotecnia, la decisión sobre la imposición, lo diverso sobre lo homogéneo, la proximidad sobre la lejanía y lo colectivo sobre lo individual. La milpa de nuestros abuelos Beatriz Zalce La idea de hacer el libro La milpa de nuestros abuelos (Tlalmilli to huehue). Rescate de los conocimientos ancestrales sobre la milpa es de Arnulfo Melo, joven campesino de Milpa Alta, quien estudió contaduría y tiene claro que lo suyo es su parcela. Sabe que al maíz le gusta crecer acompañado de frijol, de jitomate, de calabaza, de chile, de haba e incluso de árboles frutales. Por eso hizo equipo con Adelita San Vicente, quien dirige la organización no gubernamental Semillas de vida, es doctorante en Agroecología y ha enfrentado y vencido a la trasnacional Monsanto. A ellos se sumó el pintor y grabador Mauricio Gómez Morín quien ilustró, formó y diseñó el libro, amén de tomar muchas de las fotografías. El trabajo colectivo incluye al grupo Tlayoltocani, a la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco (UAM-X), al Programa de Investigación Sierra Nevada y a la Delegación Milpa Alta. Escribe Adelita San Vicente: “Discutimos mucho si la narración debía hacerse en tiempo pasado, ya que hablamos de la milpa de los abuelos, o en futuro, porque es una propuesta. Sabemos que es un pasado del que partimos para hacer posible un futuro en el cual podemos soñar. Un futuro verde, con alimentos sanos, un bosque que nos provee de agua y oxígeno, un lago de aguas cristalinas, una vida en comunidad donde se celebra a la madre tierra y a nuestro maíz, donde se celebra el trabajo comunitario y se valora el trabajo campesino”. Desde la portada, la sonrisa de una joven campesina da la bienvenida al lector de La milpa de nuestros abuelos. Anuncia lo que será el libro: un regalo para los ojos a lo largo de casi 90 páginas. Cada detalle ha sido cuidado al máximo: el color del papel que recuerda la hoja del maíz dorada por el sol, el número de la hoja en el centro de un grano, el tipo de letra que invita y facilita la lectura, las fotografías que nos muestran el encuentro entre Miguel Ángel Altieri y Arnulfo Melo, “dos sabios”, como los califica San Vicente. Ambos hablaron sobre la milpa. El primero, maravillado al punto que hará lo posible y lo imposible para que el sistema de milpas y chinampas, tan mexicano, sea considerado por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) para su debida protección y difusión. Porque ahora resulta que los chinos están encantados con nuestro maíz blanco, tierno, criollo. Lo estudian, lo compran, lo saborean y, a cambio, nos venden el suyo, transgénico. El modelo neoliberal está empeñado en convencernos que lo moderno, lo benéfico, es el monocultivo que agota la tierra y que la milpa es obsoleta. Por su parte, Arnulfo Melo Rosas, campesino posmoderno, en su texto “La milpa enriquecida”, explica cómo antes intuitivamente se buscaba mejorar la milpa. Ahora se puede hacer con la ayuda de especialistas, de técnicas que recomiendan cercar la milpa con magueyes y árboles frutales, que buscan el mejor surcado para que la tierra beba y se mantenga húmeda, para alimentarla y hacerla noble, para convivir con las hierbas y hacer fuerte la milpa: “Si nos deleitamos y nutrimos con nuestro alimento podemos gozar de salud y seguir trabajando. De esta forma nos integramos al ciclo de la milpa: como mujeres y hombres estamos bien alimentados y podemos seguir sembrando y trabajando. “Cuando producimos nuestros propios alimentos también rompemos el círculo del consumismo. Ya no necesitamos acudir al mercado y en ese ámbito prescindimos del dinero. En estricto sentido, la lucha por la milpa tiene que ver con la lucha por la libertad de los campesinos. Se trata de la lucha por la autonomía frente a la dependencia. La milpa enriquecida nos lleva a reivindicar nuestra herencia y nuestra cultura y nos conduce a construir la soberanía alimentaria”. La historia de la milpa se remonta diez mil años atrás como proveedora de alimentos, condimentos y plantas medicinales para el autoconsumo familiar y como productora de excedentes que se podían intercambiar en el mercado local. Con la conquista española, incorporó haba, garbanzo y chícharo, no le hizo el feo a melones y sandías provenientes de Asía. Pero, con la entrada de la “revolución verde” y de los modelos de agricultura de exportación de cosechas e importación de insumos, la milpa empezó a ser abandonada. Se le asoció únicamente con maíz, el agotamiento de la tierra hizo indispensables los fertilizantes sintéticos y los herbicidas. Si en la milpa conviven alegremente diferentes cultivos, en la misma tónica Gómez Morín incluye mapas de México, de la Ciudad de México y de Milpa Alta; reproducciones de códices antiguos, la fotografía del general Emiliano Zapata, quien en 1914 estableció un cuartel en San Pablo Oztotepec, Milpa Alta y desde ahí ratificó el Plan de Ayala, imágenes de magueyes que harían suspirar al pintor Pablo O’Higgins; de nopales, floridos y espinudos, como diría Pablo Neruda; de yuntas, arados hoces, machetes, palas, coas y, por supuesto, morrales. El libro La milpa de nuestros abuelos se puede conseguir en [email protected]
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