brumado por la violencia de su ciudadanía armada y una policía que parece estar sin control, Estados Unidos de América se asoma a las fases finales de su proceso sucesorio, antes de verse las caras a la hora de las urnas.
Las tribulaciones de la tierra de los libres
son las nuestras porque aquí nos tocó vivir y hace unas décadas decidimos darle a la vecindad dolorosa y azarosa una perspectiva de cambio y progreso compartido por la vía del comercio y la inversión en un marco de progresiva liberalización.
Nadie debería hoy presumir sin más de los resultados de tal histórica decisión. El crecimiento interno no se compadece con los grandes saltos en nuestras exportaciones y la vieja y mala costumbre de descansar en la maquila se reproduce y obstaculiza la interiorización efectiva de las ganancias foráneas. No hay una sostenida y creciente transferencia de tecnología y nuestras capacidades para aprovechar la apertura deberían estar ya bajo un cuidadoso escrutinio, porque para muchos la estrategia ya dio de sí.
Así lo claman las minorías enormes de las regiones sureñas que canalizan furia y desencanto en multitudinarios apoyos a los profesores, que han antepuesto el reclamo gremial a la reflexión profunda sobre su quehacer sustancial y su responsabilidad mediata e inmediata, en lo que por mucho tiempo todos considerábamos era nuestra tarea común por excelencia: la buena educación de los niños y jóvenes y su conversión en auténtica fuerza productiva y de creación y ampliación de ciudadanía.
No aparece hoy por lado alguno un destello de esos reflejos y voluntades republicanos. Convertida en campo de batalla, la educación pública resiente los embates cotidianos de sus malquerientes y de intrigantes hombres de empresa, que no esconden demasiado sus coqueteos con un vuelco privatizador, de lo que por años fue motivo de orgullo de gobernantes y gobernados: el sistema público y laico de educación y formación nacionales.
Cómo enmendar errores y corregir precipitaciones; cómo crear o rehabilitar cauces creíbles y transitables para un auténtico diálogo nacional sobre lo que es ya, con toda evidencia, desafío y nudo político que amenaza volverse remolino; cómo involucrar a esas y otras comunidades en una empresa creativa de participación y deliberación sobre la cuestión educativa, que no soslaye la cuestión social ni, en particular, la desigualdad que nos carcome, sino parta de su reconocimiento sincero y profundo; en fin, como inscribir los peliagudos temas y subtemas del orden interno del proceso educativo, de la evaluación y la capacitación del magisterio, en la tarea mayor de realizar una reforma de fondo de la educación pública sin caer en las prisas de siempre ni en la grosera manipulación politiquera del conflicto, son algunas de las asignaturas pendientes que el cuerpo político nacional, los partidos y los legisladores, así como los grupos ciudadanos o de la sociedad civil, deberían convertir en agenda de urgente y obligada atención.
Esta será, lo asuman o no, objeto inevadible de una evaluación mucho más severa y exigente que la que hoy rechazan los profes belicosos y que los responsables de su conducción han convertido en dogma de fe, cosificando y magnificando lo que debería ser un componente necesario e insustituible, pero componente al fin, de la reforma misma.
Rencontrar un nicho racional para el enfrentamiento, cuya intensidad no deja de crecer a pesar de los conatos de acomodo y arreglo político entre unas partes que no se hablan, es el gran reto de la hora para políticos y maestros, así como para los medios de información, que han dejado de comunicar y comunicarnos para volverse cajas de resonancia del encono.
Sonido y furia es el binomio que domina y aplasta el momento mexicano, que poco o nada tiene que ver con las supercherías de los publicistas a la orden. Sonido y furia, pero sin Faulkner.
En la soledad y su laberinto, al cuarto para las 12 del gran encuentro global que arrancó con el Brexit y aterrizará de manera poco suave en la elección estadunidense. Habrá que volver a practicar la confesión.