a arquitectura es celebración compartida. Concelebración. La búsqueda de lo bueno, lo bello, lo justo. O, como lo expresa Leon Battista Alberti en su De re aedificatoria, la arquitectura es el camino para encontrar el equilibrio entre lo bello, lo verdadero y lo bueno. En el ejemplar de esa obra en su edición de París en 1502, que llegó a la capital de la Nueva España en las alforjas de don Antonio de Mendoza y que fue donado a la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia por Guillermo Tovar de Teresa para el disfrute público, se lee que la arquitectura ha de encontrar la justa medida de lo humano, donde no sobre ni falte nada, aquel lugar del mundo que nos permita descubrir la belleza como el sentimiento donde la perfección se alcanza.
La arquitectura puede entenderse así como el conjunto de las formas para fundar en la polis el mundo de la belleza, como manera de organizar el universo de los hombres. De esta forma la polis, dispuesta con planificación y respeto a las reglas de la urbanística –tan cercanas a Vitrubio–, puede alcanzarse como obra de arte. La ciudad como universo perfecto de los hombres es la utopía de la fundación de la belleza.
Todo eso recordaba mientras caminaba pensando en los 90 años de Teodoro González de León. Es la utopía humanista lo que busca alcanzar este arquitecto mexicano con cada una de sus obras. Así lo vivo al menos en los cuatro espacios que creó en Villahermosa, mi ciudad.
Cuando mediaba la década de los ochenta del siglo XX la capital de Tabasco era una ciudad tropical que sesteaba entre calles verdes de tamarindos y de mangos y, en mayo, se arrullaba con las avenidas repletas de framboyanes, guayacanes y maculís. Estaba rodeada de ríos y en algún lugar de los trayectos que la comunicaban con el norte, el sur, el este y el oeste los caminos eran interrumpidos para ser enlazados por pangas. La infraestructura más moderna ya había cumplido un cuarto de siglo. En ese sentido la ciudad era vieja.
A ella fue invitado Teodoro González de León para crear espacios que nos recordaran que también somos eternidad. Lo convidó Enrique González Pedrero, quien compartía la idea de que la cultura es comunidad de origen, de tierra, de tradiciones articuladas en una manera de ver, de sentir, de interpretar el mundo. Es lo que un pueblo cultiva como propio, entretejiéndose en la conciencia de un nosotros. Hacer cultura es transformar en conciencia lo que ha sido nuestra existencia. En esta noción estaba claro que hacer ciudad es consolidar las raíces de la diversidad, de la integración plural: es hacer cultura.
Así emprendió Teodoro González de León la rehabilitación de una casona en el centro histórico de Villahermosa para crear la Galería de Arte El Jaguar Despertado respetando los principios de la arquitectura tradicional del trópico. Así construyó un centro de oficinas administrativas logrando, con la perfecta organización de un conjunto de patios con ventilación cruzada, crear claustros para la convivencia resguardados naturalmente del calor. Así erigió en la ribera oeste del río Grijalva la Biblioteca Central Estatal uniendo dos edificios alrededor de un eje establecido por una metáfora del arco maya que funciona como parteluz. Y así creó lo que es una de las cimas de su magisterio, el parque Tomás Garrido Canabal.
Alrededor de una calzada de palmeras reales que funciona como eje se erigen plataformas y taludes que crean intimidad visual y sonora, y otorgan escala humana al conjunto. Allí se recrea el espacio vivido de la historia de los hombres y mujeres de Tabasco. Un arco maya se transforma en un arco virreinal logrando un círculo perfecto de la memoria, una casa chontal tradicional convive con los elementos constructivos de la explotación petrolera, un mirador vertical casi infinito permite al que lo visita reconciliarse con la naturaleza y un malecón que rodea el poniente de la Laguna de las Ilusiones permite conversar mientras se camina bajo una pérgola y se observa la grandeza de los monumentos de la cultura olmeca. La música que crea el sonido de las manos tabasqueñas que martelinaron el concreto en esta obra aún resuena al transitarla. Aquí, lo más importante se logró. Se creó con maestría la posibilidad de la convivencia cotidiana en un espacio público. Con la arquitectura se asegura la celebración compartida de la vida social.
A lo largo de siete décadas de arquitectura Teodoro González de León ha sembrado las ciudades de México del soñado equilibrio entre lo bueno, lo verdadero y lo bello. Ésa ha de ser, propongo, la cauda de ideas que lleven al Instituto Nacional de Bellas Artes y a la Secretaría de Cultura para crear el expediente que logre que la obra de Teodoro González de León sea declarada Patrimonio Artístico de México. Nuestro país se regalaría así un justo homenaje de celebración compartida.