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Corrupción legalizada
L

a corrupción se gestó en los debates mismos de la asamblea constituyente de 1916-1917. Como si el Poder Ejecutivo no fuera el más propenso a generar actos de corrupción, al presidente de la República se le blindó en el ámbito de su responsabilidad. El artículo 103 de la Constitución de 1857 fue mutilado. Este artículo establecía la posibilidad de que tal funcionario pudiera ser acusado por delitos de traición a la patria, violación expresa de la Constitución, ataque a la libertad electoral y otros delitos graves del orden común.

Con la inmunidad del presidente respecto de los actos excluidos de la nueva Constitución, la corrupción adquiriría patente de corso. No pasaría demasiado tiempo sin que el personaje investido con la titularidad del Ejecutivo –Álvaro Obregón– pudiera incorporar la corrupción al lenguaje de la clase política: Nadie aguanta un cañonazo de 50 mil pesos.

Los empresarios –sobre todo los de mayor peso– se mostraron felices de tener a un presidente como Carlos Salinas de Gortari. Por ello acudieron puntuales a la residencia del ex secretario de Hacienda y Crédito Público Antonio Ortiz Mena, a poner en sus manos 25 millones de pesos cada uno de los invitados para la campaña electoral en puerta. Desde entonces, los empresarios más favorecidos empezaron a aparecer en las listas de Forbes.

En el sexenio anterior al de Salinas, que fue publicitado como el de la Renovación Moral (qué risa, ¿no?), fue promulgada la Ley Federal de Responsabilidades de los Servidores Públicos. La corrupción movía, desde la época de Miguel Alemán, todo el engranaje de los diferentes poderes y niveles públicos, en colusión con sus proveedores y usuarios. Con no considerar en esa ley servidor público al presidente de la República se fortalecía su irresponsabilidad, su impunidad y su músculo para cometer actos de corrupción. En su artículo 7, quedaba exento de ser juzgado por varios delitos: ataque a las instituciones democráticas; ataque a la forma de gobierno republicano, representativo, federal; violaciones a los derechos humanos; ataque a la libertad de sufragio; usurpación de atribuciones; cualquier infracción a la Constitución o a las leyes federales y violaciones sistemáticas graves a los programas, planes y presupuestos de la administración pública federal y del Distrito Federal, así como a los recursos económicos de estas mismas jurisdicciones.

La sanción –leve, por lo demás– de esos delitos sólo valía para los servidores públicos, categoría sobre la cual está el presidente de la República. Los que sí entraban en ella se autoexentaron.

Desde entonces la corrupción ha avanzado. En febrero de 2015, el llamado Sistema Nacional Anticorrupción quedó establecido con las reformas a varios artículos de la Constitución. El diputado Julio César Moreno Rivera (PRD), presidente de la Comisión de Puntos Constitucionales, señalaba que la corrupción estaba estrechamente ligada a la violencia y la impunidad. Según el índice de paz global del Instituto para la Economía y la Paz, en 2008 México se posicionaba en el lugar 88, y para 2014 descendió 50 lugares, ocupando el 138, dijo.

Nada ha podido detener a la gran mayoría de los servidores públicos en el desaforado propósito de enriquecerse. Por muy diversas vías expolian el erario, la economía de las familias mexicanas, las utilidades de los empresarios –que luego habrán de recuperar el moche con la famosa sobrefacturación y otras formas de elevar el precio de sus productos.

Ahora un sector empresarial, representado por la Coparmex, ha querido establecer un control para detener la corrupción mediante la llamada ley 3 de 3 (la obligación de presentar, de forma periódica y pública, las declaraciones patrimonial, de conflicto de intereses –si los hay o pudiera haber– y en materia fiscal para todo funcionario). Los empresarios, que participan generalmente en la corrupción –no hay corrupto sin corruptor–, no se han manifestado antes, para ser coherentes con su iniciativa, contra innumerables actos de vandalismo económico cometidos por otros tantos de sus miembros y los funcionarios correspondientes. Pero no es reprobable en sí su 3 de 3; al contrario.

La mayoría de los senadores y diputados encabezados por el PRI, escudándose en argumentos que son válidos para los particulares y las personas morales, según la Ley de Protección de Datos Personales, aprobaron una ley que sigue la tradición presidencial. Aunque fuera legal no declarar en el sentido que lo hace la demanda 3 de 3, la urgente moralidad pública que requiere campear en las instituciones nacionales debía haberlos llevado a convertir esta urgencia en una norma que mostrara su clara intención de honestidad. No lo hicieron y, como suele suceder, algunos serán premiados por ello, pero otros morderán el polvo garizurietano.

Los senadores y diputados por Nuevo León hicieron de su voto una redundancia: de otros aprietos han salido sin despeinarse y sus homólogos en el Congreso local han aprobado las cuentas del ex gobernador Rodrigo Medina. Su sucesor en el puesto, como han hecho algunos de los gobernadores electos con sus antecesores, prometió en campaña llevarlo a la cárcel por corrupto. Se le está dificultando. Su mayor dificultad tiene nombre y apellido: se llama Enrique Peña Nieto. Los coahuilenses, con el caso Humberto Moreira, bien lo saben.