Llamado a las armas
o pasa un día sin noticias de múltiples homicidios y heridos por balas. En un país que está obsesionado con ser excepcional, logra serlo en un rubro: no hay ninguna otra nación avanzada que se parezca –ni de cerca– a Estados Unidos en el nivel de sangre en sus calles por la violencia con armas de fuego.
Una masiva expresión de amor y solidaridad brotó este domingo en las calles de Nueva York, durante el ya casi oficialista Desfile por el orgullo gay, donde al comienzo se guardó un minuto de silencio por los 49 muertos y 53 heridos en el club de Orlando –la mayoría latinos– a manos de un hombre armado con, entre otras cosas, un rifle de asalto. Alto al odio
, fue la mayor consigna. Habían latinos y musulmanes que declaraban y coreaban contra la ola de odio promovido por Donald Trump y su partido afirmando que se enfrentarán contra la triple amenaza de la islamofobia, el sentimiento antimigrante y la homofobia. Un refugiado sirio, Subhi Nahas, fue uno de los tres seleccionados para encabezar la marcha este año. Otra consigna en letreros, disfraces y carros fue: No viviremos en el temor
.
Pero estas expresiones se tenían que hacer bajo un despliegue masivo de seguridad policiaca –incluyendo francotiradores en algunos techos, a lo largo de la ruta por la Quinta Avenida, barricadas y miles de agentes. Todo porque en cualquier momento alguien con armas –frecuentemente, legalmente adquiridas– podría declararse patriota, terrorista o sólo un loco y atacar el festival.
El temor se ha vuelto el pilar de la vida en el país más poderoso de la historia del mundo. Ese es el pretexto para casi todo, incluso de los que defienden lo que aquí sigue siendo el sagrado derecho de tener y portar armas. Justo después de la tragedia en el club Pulse, de Orlando, las acciones de los fabricantes de armamento –y la compra de sus productos– se (perdón por la palabra) dispararon.
Hay suficiente armamento en manos privadas para armar a todos los adultos en Estados Unidos –alrededor de 300 millones. Con éstas mueren aproximadamente unas 33 mil personas cada año (dos tercios son suicidios) y 70 mil son heridas. Los homicidios con armas de fuego son ahora causa común de decesos en este país, cobrándose la vida de aproximadamente el mismo número de gente por accidentes en automóviles. La tasa de mortalidad por armas de fuego es de 31 por millón de habitantes, equivalente a 27 personas cada día del año, reporta el New York Times –más que en cualquier otro país avanzado (aunque no más que en otras naciones, incluyendo a México, donde la tasa es de 122 por millón).
Las balaceras masivas –la peor en la historia del país y la más reciente, en Orlando– ocurren en promedio en 5 de cada 6 días en este país, según datos del Gun Violence Archive analizados por The Guardian, un total de mil incidentes en mil 260 días (hay diferentes definiciones, pero para este cálculo se trata de incidentes en los que cuatro o más personas son baleadas).
Muchos periodistas aquí nos tenemos que hacer la pregunta demasiado frecuentemente: ¿cuántas veces más tenemos que escribir esta historia? Una vez más hay horror, una vez más el presidente expresa condolencias y lamenta que no se ha hecho nada más para controlar las armas de fuego, una vez más los expertos recuerdan las estadísticas mortales, una vez más se detona el debate sobre el armamento en foros públicos, en medios, en los pasillos del poder. Y una vez más: nada.
La parálisis política muestra ante los ojos del mundo la inoperancia del sistema político estadunidense para proteger a sus ciudadanos. Cuatro iniciativas de ley para imponer muy moderados controles sobre las armas fueron derrotados en el Senado durante días recientes. Ni la sencilla iniciativa para prohibir la venta de las armas de asalto, modelos civiles de armamento para uso militar, incluyendo el popular AR-15, que han sido las más usadas en las matanzas (donde cuatro o más son baleados) en tiempos recientes, desde Columbine, Aurora, la primaria en Newtown, y ahora Orlando se han podido prohibir.
Por eso fue notable el breve espectáculo de la semana pasada, cuando representantes federales demócratas ocuparon el recinto de la cámara baja durante poco más de 24 horas, sentándose en el piso del recinto y declarando que permanecerían ahí hasta que se programara un voto para una medida muy modesta (aunque problemática): que se prohibiera la venta de armas de fuego a todo aquel que esté en la famosa lista de no volar, antiterrorista, que mantiene el gobierno federal. Encabezados por el legendario diputado afroestadunidense John Lewis, veterano del movimiento por los derechos civiles de los 60, y acompañados en momentos diferentes por la lideresa de la minoría demócrata Nancy Pelosi y el aún precandidato presidencial Bernie Sanders, desafiaron las órdenes del presidente de la cámara para retomar la agenda del día. “A veces se tiene que hacer algo fuera de lo común… Llega un momento en que se tiene que decir algo, en el que hay que hacer un poco de ruido, en el que hay que dar un paso”, expresó Lewis con su voz inconfundible.
Los republicanos rehusaron ceder y hasta ordenaron que se apagaran las cámaras de CSPAN, el canal de cable que transmite las actividades del Congreso. Aparentemente aún no se han dado cuenta de que en este mundo digital apagar las cámaras no evita que todo se difunda por teléfonos por las redes sociales, lo cual ocurrió. Pero después de 24 horas, el Congreso fue declarado en receso.
Mientras tanto, algún colega en alguna esquina de este país está reportando sobre otro muerto, otro herido por bala en Chicago, Baltimore, Oakland o cerca del Capitolio, donde ya se fueron de vacaciones los que supuestamente trabajan en nombre del pueblo.
PD: este reportero está contemplando solicitar de su periódico un chaleco antibalas para seguir reportando desde Estados Unidos.