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Juventud rural, la tensión Hernán Salas Quintanal IIA-UNAM
Los años recientes en la vida de una chica de 25 años, tlaxcalteca habitante de uno de los pueblos del municipio de Nativitas, han sido tan intensos como los de la mayoría de los jóvenes rurales. Recién acaba de encontrar un puesto de trabajo en una empresa relacionada con sus estudios, contrajo matrimonio con un joven del pueblo vecino, tuvo un hijo y comenzó a construir su nuevo hogar. Antes de todo ello, había finalizado su carrera que combinaba desde sus 20 años con diferentes empleos. La tienda de ropa de unos conocidos fue su primera incursión en el mercado laboral, con una paga de 600 pesos semanales; ella se sentía motivada porque siempre ha querido “comprar su propia ropa”. Estuvo sin contrato un año, hasta que su hermana le invitó a participar en la venta de artículos de jardinería fuera de su estado y después de cuatro años de continuos viajes prefirió buscar otros empleos en Tlaxcala, desde telefonista en una financiera hasta ayudante en la tienda de otro hermano. Hoy día trabaja en una empresa de automóviles, cuida de su hijo y colabora en las tareas domésticas en la casa de sus suegros, mientras espera poder trasladarse a su nueva vivienda junto a su pareja, quien sigue una trayectoria similar. Su socialización para enfrentar la vida adulta y construir su identidad ha sido en prácticas pluriactivas; se ha empleado por medio de redes sociales, y su motivación inicial para ingresar a trabajar fue el “consumo” y hoy es aportar para el sustento de su familia. Además, su matrimonio, siendo una pareja de “adultos”, por el hecho de constituir un hogar, debe contribuir a su comunidad con cuotas para financiar el ciclo festivo y las actividades comunitarias. Si definimos la juventud como una etapa de transición de la niñez a la vida adulta, y el paso de la etapa escolar al mundo del trabajo, podemos señalar que en las sociedades rurales esta etapa es reducida y/o inexistente. Los niños rurales siempre han trabajado, sus prácticas lúdicas se han confundido con su preparación para el trabajo y la vida madura. El particular tramo biográfico descrito es una demostración recurrente. Presenta la secuencia de eventos del denominado patrón normativo. Pero este modelo no es el dominante, más bien la juventud mexicana hoy en día sigue modelos transicionales altamente heterogéneos y diversos, los cuales, además, están estrechamente asociados a los procesos de desigualdad social imperantes, de manera que algunos jóvenes –los más privilegiados– experimentan procesos de acumulación y ventajas que refuerzan sus posiciones sociales, mientras que los demás acumulan experiencias de pobreza, privación y vulnerabilidad cotidiana, como ha concluido Gonzalo Saraví. Lo anterior es consecuencia de que la economía y sociedad rural en Tlaxcala se han transformado en las décadas recientes como consecuencia de la dependencia de las relaciones capitalistas y de la incorporación de la agricultura y la producción de alimentos a los mercados de la economía mundial. En México, los procesos asociados a la globalización han tenido el efecto de la llamada desagrarización, es decir, una disminución paulatina y sostenida de la superficie cultivada, especialmente en la pequeña propiedad y en las tierras ejidales, transformando y, en algunos casos, desarticulando formas históricas de organización de la producción y del trabajo rural. En el plano familiar, el aporte de sus miembros a la reproducción de la unidad doméstica es desplazado por estrategias y proyectos individuales. La articulación entre la reproducción social y la estructura de explotación se expresa nítidamente en las relaciones asalariadas, pero también en todas aquellas formas ajenas al mercado, personalizadas e informales, que, como el trabajo doméstico, el intercambio recíproco de trabajo o el trabajo en casa, generan ingresos, reducen los costes del capital y consecuentemente contribuyen a la acumulación de excedente. Estos casos corresponden a una amplia diversidad de formas de articulación entre los jóvenes y el trabajo. Sin embargo, no debemos olvidar aspectos medulares que las hacen posibles: 1) Las redes sociales y/o familiares de participación comunitaria, barrial y territorial; 2) La reorganización de las tareas de cada miembro del grupo doméstico, con base en estrategias pluriactivas que involucran a sus miembros para buscar la reproducción del grupo; 3) El interés por ingresar al mercado, donde se observa que las pautas de consumo se parecen cada vez más a las de poblaciones urbanas; 4) La conceptualización del trabajo como ampliación del campo social y marcador de identidad; 5) La posibilidad de complementar gastos y fuentes laborales en ámbitos intra y extra comunitarios. Los primeros incluyen emplearse como jornaleros fuera del predio, la feminización laboral fuera de la familia y la producción casera de artesanías, alimentos, empaque de semillas, venta de helados, etcétera. Los segundos se refieren a la migración (nacional e internacional), ambulantaje, acceso al servicio doméstico, talleres mecánicos, industria, construcción y albañilería, maquilas y transporte público. De usos y costumbres: María Elizabeth Jaime Espinosa FFyL-UATx Una revisión de expedientes de los procesos judiciales que se encuentran en los fondos colonial (siglo XVIII) y siglo XIX en el Archivo Histórico del estado de Tlaxcala nos condujo a varias reflexiones sobre el hábito de la violencia y el ejercicio de poder construido en una sociedad patriarcal desde sus orígenes prehispánicos. Tlaxcala –sociedad cimentada en el derecho consuetudinario–, al igual que otras provincias, se insertó y adaptó a esta transformación económica por medio de los obrajes y las haciendas productoras de cereales, pulque y ganado. Es muy probable que, por su cercanía, la Ciudad de México la obligara a compartir y asimilar paulatinamente nuevos patrones y códigos de conducta que sin duda paulatinamente penetraron en todos los grupos raciales. De acuerdo con Alejandro Humbolt, al finalizar el siglo XVIII Tlaxcala contaba con una población de 59 mil 117 personas, de las cuales 21 mil 849 eran indios y 21 mil 29 indias, distribuidos en 22 parroquias, 110 pueblos y 139 haciendas. La población blanca era minoría, apenas dos por ciento del total. Mujeres víctimas de la violencia. En Tlaxcala, igual que en otras comunidades rurales tradicionales en el centro y sur de México, regidas por sus costumbres sociales y creencias religiosas, las relaciones entre géneros estuvieron determinadas por la autoridad masculina. En el espacio más íntimo, el hogar, se observaba maltrato físico y humillaciones; las hijas, hermanas, madres, primas, cuñadas y amasias eran sometidas. Y lo privado se hacía público por medio de los procesos judiciales, en donde en las mujeres no salieron bien libradas. En 1800-1835, período significativo en la transición al México Independiente, se registraron en Tlaxcala 237 casos de violencia (90 por ciento ejercida por el sexo masculino) denunciados por mujeres indígenas y campesinas. En conjunto, los procesos penales que describiremos tienen como hilo conductor los ataques violentos tipificados como: homicidios, lesiones, robo, violaciones, raptos e injurias. En la mayoría de los casos, asociados a las transgresiones de la moral sexual y el honor familiar, ejemplificados por el adulterio (incontinencia), estupro violación y maltrato doméstico, como se presenta en los cuadros. El cuadro I, que presenta los procesos judiciales del periodo colonial, muestra un abanico más amplio de tipificaciones; la calidad y posición social determinaban la clasificación del delito. Los casos de violencia rebasan el ámbito de lo privado en el momento en que otros integrantes de la comunidad se involucraban en el conflicto, en casos como riñas, robo y supersticiones como la hechicería. Hechos como el homicidio y el maltrato físico y verbal estuvieron ligados a las relaciones de pareja y de adulterio. Con base en los 237 expedientes, observamos que la violencia que se ejercía contra las mujeres indígenas y campesinas en Tlaxcala era frecuente e intensa. Ellas aparecen más como víctimas que como agresoras. Como delincuentes, en los procesos fueron responsables en apenas un cuatro por ciento de los casos, asociado sobre todo a riñas y a peleas entre mujeres (propiciadas por infidelidad masculina). También delinquieron por necesidad económica –robo de alimentos–. Son pocos los casos donde ellas aparecen como homicidas, y éstos son debidos a defensa personal –por celos, rivalidades y maltrato extremo–; fueron situaciones extremas para resistir a la provocación y violencia masculina ejercida por esposos, padres y amantes. Según los expedientes, los hombres eran los principales acusantes y perpetradores de la violencia física que tenía lugar en los ámbitos privados –el hogar– y en un menor número en los públicos –haciendas, plazas públicas, veredas y caminos. Generalmente la intimidación estuvo ligada con la sexualidad, ya que el varón se creía con el derecho de controlar la sexualidad y el honor de su esposa e hijas. Entre los expedientes revisados, encontramos 17 denuncias por rapto y estupro realizadas por los padres de las víctimas, quienes invariablemente declararon que sus hijas fueron engañadas con promesa de matrimonio. Lamentablemente, estos delitos sólo se perseguían a instancia de la parte ofendida, al igual que los casos por violación (13 registrados), y por lo general había desestimiento de proseguir el juicio y los presuntos culpables quedaban sin castigo. Es probable que los procesos no continuaran debido a que el “honor” de la víctima y de la familia quedaba expuesto ante la comunidad. Para ejercer el control y subordinación del otro –en este caso de las mujeres campesinas e indígenas de Tlaxcala– se requirió más que de codificaciones legales y discursos religiosos, el fortalecimiento constante y permanente de la intimidación vía la violencia. Ello tuvo su máxima expresión en el espacio privado, en 80 por ciento de los casos. El hábito de violencia contra las mujeres en México es un problema de larga historia, en donde el discurso patriarcal adquirido por usos y costumbres, vigentes hasta nuestros días, se resiste a los sutiles pero firmes cambios, que en la mayoría de los casos presentados cobraron voz y testimonio desde lo actores sociales silenciados –las mujeres–, que paradójicamente se convirtieron en vínculo de resistencia, al denunciar y solicitar protección jurídica ante las instancias legales del período colonial y posteriormente en el México independiente.
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