18 de junio de 2016     Número 105

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Chile

Y el horror se hizo en chiloé;
toca ahora construir esperanza

Milton Gabriel Hernández García Investigador titular del INAH

En enero del año pasado tuve la suerte de recorrer un poco el sur de Chile. De Osorno a Puerto Montt, de Ancud a Castro, pasando por Delcahue. La belleza del paisaje forjado con el trabajo de campesinos, indígenas y pescadores artesanales me resultó abrumadora, tanto como el sentir de la gente de trabajo que veía vulnerados sus derechos más básicos. Los testimonios que escuché en el mercado, en la Universidad de los Lagos y entre los pescadores, de alguna manera prefiguraban la catástrofe que hoy es evidente incluso para quienes la negaron durante tanto tiempo.

Es cierto que la industria salmonera chilena juega un papel importante en la economía de este país, sin embargo, organizaciones de pescadores ribereños y ambientalistas han advertido desde hace años sobre los impactos socioambientales negativos de esta actividad. La marea roja que hoy afecta esta porción del sur de Chile ha provocado un estallido social que va más allá de los pescadores ribereños afectados directamente en sus medios de subsistencia. Es la amenaza directa a la reproducción de la vida y la cultura de mar y de bordemar lo que tiene al pueblo privao, furioso frente a un modelo económico de producción acuícola intensiva que impusieron las élites empresariales.

Ahora que intensas movilizaciones sacuden el sur de este país, principalmente en Chiloé y sus alrededores, la crisis ambiental que afecta los ecosistemas ha colocado en el centro del debate la sostenibilidad de la industria salmonera: algunos minimizan su impacto y centran la causa de la marea roja en factores ambientales no antropogénicos, como los científicos del Instituto de Fomento Pesquero (IFOP) y del Servicio Nacional de Pesca (Sernapesca), que descartaron una relación entre la intensidad de este fenómeno y el descarte de miles de salmones muertos en el océano. Los funcionarios del Estado se han apoyado en estas aseveraciones para diluir la responsabilidad de las instituciones públicas y de las empresas salmoneras. Otros sostienen que un factor importante es la acuacultura, que se ha extendido con voracidad en los alrededores de Chiloé, al provocar con el vertimiento de miles de toneladas de salmones muertos un fenómeno de eutroficación de las aguas, así como la mortandad de fauna marina autóctona.

El fenómeno de marea roja ha sido causado por el florecimiento de una excesiva proliferación de microalgas con elevadas concentraciones de toxinas, como nunca antes se había registrado en las costas del Pacífico de Chile. Además de ello, en las jaulas que contienen a los miles de salmones, se ha documentado la muerte de trabajadores, sobre todo buzos, así como el vertido de toneladas de antibióticos, insecticidas y tranquilizantes que han contaminado el océano.

Las más de cuatro mil toneladas de salmón muerto que se arrojaron al mar han afectado los puntos estratégicos de pesca, contaminando los productos marinos que podrían ser aprovechados por los pescadores y sus familias. Al imposibilitarse la pesca con fines comerciales y de subsistencia, el desabasto de alimentos no se ha hecho esperar y ello ha contribuido a que se intensifique el malestar social. Se ha documentado también que 90 por ciento de la pesca de las costas chilenas termina siendo utilizado para fabricar harina de pescado: para producir un kilo de carne de salmón es necesario matar cinco kilos de otros peces. Es por eso que en las semanas recientes los pescadores y la sociedad en general han demandado que se hagan estudios imparciales que permitan deslindar responsabilidades y sancionar a las instancias responsables, regular la biomasa y los centros de cultivo, indemnizar a los pescadores artesanales y derogar la ley de pesca.

El despertar social de los chilotes va de la defensa del mar a la lucha por preservar la dignidad de un modo de vida, el territorio ancestral y el futuro. La movilización se intensifica día a día y cada vez gana más apoyo por parte de diferentes sectores de la sociedad chilena: trabajadores, estudiantes, agricultores, profesionistas, etcétera. Miles de personas han salido a las calles en apoyo a los pescadores, pero la represión de los carabineros ha estado presente en casi todas las marchas. En Puerto Montt por ejemplo, una ciudad continental que se encuentra frente al Archipiélago de Chiloé, la movilización se extendió a lo largo de más de cinco kilómetros y el paro de escuelas e instituciones públicas hizo visible el descontento social que se ha apoderado de la ciudadanía.

El Movimiento Defendamos Chiloé articula ya no sólo a los pescadores sino a otros sectores que luchan por mejores condiciones de vida en general, rechazan el modelo “excesivamente capitalista” de producción de salmón que sólo favorece a las grandes empresas. La acción colectiva busca sobre todo revertir el “terremoto ambiental” que azota al archipiélago, pero los movimientos sociales insisten en que no dejarán de bloquear el Canal de Chacao (que une al conjunto de islas con el continente), hasta que el gobierno tome medidas para dialogar, resolver la problemática y negociar acuerdos sostenibles con los diferentes sectores movilizados. Mientras la crisis se resuelve paulatinamente, se experimentan en Chiloé formas nuevas de sociabilidad caracterizadas por la solidaridad, el trabajo colectivo y la esperanza de luchar en colectivo frente a la barbarie. Una lucha por la esperanza que nos recuerda que el modelo de desarrollo dominante tiene límites naturales y el mar ya está cansado de ser visto como un basurero en el que se deposita la podredumbre que produce el capital.


Argentina-Chile

Conflictos ecoterritoriales
en las cuencas transfronterizas
en la Patagonia

Bárbara Jerez Henríquez Universidad Nacional de Salta

En los 20 años recientes se ha evidenciado en América Latina la expansión del extractivismo capitalista en todas sus modalidades (minera, hidroeléctrica, monocultivos, forestal, entre otros), a manos de grandes corporaciones trasnacionales que intervienen las regiones y localidades donde, pese a la gran devastación y agotamiento dejado por la sobreexplotación previa, todavía existen importantes fuentes de bienes comunes naturales estratégicos para la reproducción de las lógicas de acumulación global, como es el agua dulce, los minerales y la biodiversidad.

El aumento de la demanda en los grandes mercados globales de commodities para los procesos industriales dominantes impulsa la expansión del extractivismo hacia regiones y localidades que en épocas anteriores se encontraban protegidas o eran prácticamente inaccesibles, como las zonas fronterizas y cuencas compartidas entre países. Estos espacios en muchos casos eran protegidos por razones de soberanía nacional o por acuerdos de gestión y conservación; se proscribía cualquier tipo de emprendimiento que usurpara sus bienes comunes naturales o los contaminara.

Desafortunadamente, los organismos multilaterales (Banco Mundial, Banco Interamericano de Desarrollo, etcétera), junto con los Estados nacionales, han establecido planes e iniciativas de integración regional inspirados en políticas neoliberales que violan en muchos casos tratados binacionales ya existentes para el manejo de cuencas compartidas. Con ello buscan reorganizar el territorio para permitir la instalación de megaproyectos extractivistas de toda índole y garantizar la construcción de la infraestructura necesaria, además de eliminar las trabas legales que protegen a las zonas de frontera.

Tal es el caso de las cuencas compartidas de la Patagonia argentino-chilena con el Eje del Sur y el Eje Andino del Sur de la Iniciativa de Integración de la Infraestructura Regional Suramericana (Iirsa) y el Tratado de Integración y Complementación Minera entre Argentina y Chile.

En el caso de Iirsa, los Ejes del Sur y Andino del Sur establecen la construcción y modernización de la infraestructura de transporte multimodal bioceánico entre los puertos patagónicos del Pacífico y del Atlántico para, fundamentalmente, el traslado de las mercancías extraídas de la región, junto con el mejoramiento, la agilización y el aumento de la capacidad de los numerosos pasos fronterizos de la zona.

Por su parte, el Tratado minero binacional firmado en 1997 establece una verdadera zona franca en plena franja fronteriza binacional, elimina las restricciones a la propiedad extranjera de tierras en puntos limítrofes, permite la explotación de los bienes comunes naturales de la zona y otorga amplias exenciones aduaneras para los proyectos mineros que quieran establecerse en estos lugares.

Además, aquí resultan importantes las reformas económicas y políticas establecidas en las décadas de los 80’s y 90’s en Argentina y Chile para atraer mayores inversiones extranjeras orientadas a atraer y despojar los bienes comunes naturales, con amplias –y polémicas– ventajas tributarias.

Así, aparecen en las cuencas compartidas de la Patagonia –la región más austral del continente que comparten Argentina y Chile– una serie de megaproyectos hidroeléctricos y numerosas exploraciones mineras que amenazan la sustentabilidad social y ecológica del territorio, deterioran las economías locales de la región y se imponen sobre las planeaciones territoriales regionales que en general buscaban orientar a las cuencas cordilleranas de la Patagonia hacia actividades económicas sustentables como el turismo de intereses especiales y las actividades agropecuarias.

Estos megaproyectos provocan también fuertes impactos geopolíticos en la región porque son violatorios de anteriores acuerdos binacionales, como el Protocolo Específico sobre Recursos Hídricos Compartidos, de 1991, y el acta de Santiago sobre Recursos Hidrológicos Compartidos, de 1971, en los que se establece la protección y un manejo mancomunado y sustentable de estas cuencas por parte de ambos Estados para su conservación, acuerdos que son producto de la resolución pacífica de conflictos limítrofes anteriores.

Todo esto explica que en las dos décadas recientes se han dado en la Patagonia numerosas experiencias de resistencia social frente a la extractivización de estas cuencas; han sido movimientos de organizaciones locales que demandan frenar los proyectos. Son emblemáticos los conflictos ecoterritoriales ocurridos por la construcción de las centrales hidroeléctricas en el lado chileno de las cuencas compartidas de Lago y río Puelo y del Lago Buenos Aires/General Carrera por parte de la trasnacional italiana-española ENDESA-ENEL y el grupo chileno Matte. En el lado argentino han existido preocupantes exploraciones mineras en las cuencas binacionales de los lagos Buenos Aires y Purreydón, que levantaron una fuerte polémica en la región.

Estos escenarios emergentes muestran una inédita reconfiguración de los Estados nacionales para favorecer el avance del extractivismo trasnacional, pero donde los movimientos sociales también establecen alianzas transfronterizas para fortalecer sus procesos de resistencia revalorizando las cuencas afectadas, y la Patagonia en general, como un espacio de vida donde comunidades tienen derecho a conservar sus formas de vida; a decidir sobre el destino de su región, y en plena oposición a los proyectos que contaminan, saquean y destruyen sus localidades.

En estos movimientos confluye una diversidad de actores con diversas perspectivas: ciudadanas, conservacionistas, campesinas y originarias. Entre estas organizaciones se destacan las asambleas ciudadanas en las cuencas argentinas y la campaña Patagonia Sin Represas en la Patagonia chilena.

Los conflictos ecoterritoriales en cuencas transfronterizas muestran la necesidad de enfocar –tanto desde el mundo académico, como fundamentalmente en las instituciones públicas que diseñan las planeaciones regionales y las evaluaciones de impacto ambiental– una perspectiva territorial y socialmente estratégica que trascienda los límites nacionales, para establecer líneas de acción y las proyecciones de este tipo de regiones, procurando democratizar territorialmente la toma de decisiones y revalorar las cuencas compartidas como espacios de encuentro e intercambio social, que a su vez constituyen importantes reservas de biodiversidad, y no como nueva zonas de sacrificio para extraerles sus bienes comunes naturales dejando a nivel local las externalidades sociales y ecoterritoriales.

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