a semana pasada The New York Times publicó un reportaje demoledor en el que se señala a las fuerzas armadas de México por su letalidad desproporcionada
y su abrumadora eficiencia
para matar y habla de violaciones a los derechos humanos y de una desoladora impunidad. En México, donde menos de dos por ciento de los homicidios terminan en condena, las fuerzas armadas matan a sus enemigos porque no se puede confiar en el sistema judicial
, se dice en el texto firmado por Azam Ahmed y Eric Schmitt. Y sí: las propias cifras de la Sedena exhiben una anomalía: en la guerra contra la delincuencia organizada
, o como se llame en este sexenio, hay dos mil 959 muertos entre los delincuentes que se han enfrentado con el Ejército Mexicano entre 2007 y 2016, pero sólo 405 heridos, algo que contradice la norma de los conflictos armados en el mundo, en los que la cifra de lesionados es invariablemente más alta que la de fallecidos. Parece inevitable la conclusión de que estos números invertidos esconden la comisión de un gran número de ejecuciones extrajudiciales.
Sin embargo, la nota no hace referencia a otras dos circunstancias anómalas previas: el que se haya puesto a las instituciones castrenses en funciones de policía, al margen de los ordenamientos constitucionales, y el que se les utilice para aplicar una estrategia impuesta desde Estados Unidos por medio de gobernantes nacionales dóciles y entreguistas. Esas omisiones dan por resultado un texto superficial e incluso hipócrita que exhibe el horror de la guerra en curso en México pero que encubre sus raíces.
En lógica pura y dura, el señalar la eficacia de un ejército como máquina de matar es un elogio; los ejércitos sirven primordialmente para eso, independientemente de que se trate del sueco, el estadunidense, el chino o el mexicano, y por más que existan leyes internacionales de guerra y que la jerga militar emplee una cantidad de eufemismos –supresión, aniquilación, eliminación, neutralización y muchos otros– para referirse al hecho de causar la muerte y/o la inutilización física de los adversarios, los estados mayores no mandan a los soldados al combate armados con abanicos, sino con armas de fuego. La intención de causar más heridos que muertos a una fuerza enemiga no obedece a ningún propósito humanitario sino a un cálculo brutal: cada efectivo contrario que es lesionado en combate obliga al adversario a distraer fuerzas para rescatarlo, cuidar de él y curarlo.
Cuando un ejército es enviado a combatir a civiles el resultado es una violación masiva de derechos humanos. De ello es pródiga en ejemplos la historia reciente de las agresiones militares estadunidenses contra otros países, de Vietnam a Afganistán e Irak, por más que en el relato legitimador de guerras que causan cientos de miles o millones de muertos –la inmensa mayoría de ellos, civiles– la barbarie masiva quede reducida a casos excepcionales o accidentales
, como la aldea de My Lai, la cárcel de Abu Ghraib, el campo de concentración de Guantánamo o el hospital de Kunduz.
En el caso mexicano, las Fuerzas Armadas ha sido empleadas en forma creciente en eso que el gobierno llamaba combate a la delincuencia, que ahora procura no llamar de ninguna forma y que en la opinión de algunos es, lisa y descarnadamente, una guerra contra la población. En la historia reciente esa guerra se inscribe en dos marcos de referencia internacionales: la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN) y la Iniciativa Mérida, heredados respectivamente por Vicente Fox y Felipe Calderón, y asumidos sin variaciones significativas por Enrique Peña Nieto. Los dos últimos no podían ignorar que el gobierno de Washington tiene las dos puntas de la madeja en el conflicto: por un lado, envió a los cárteles mexicanos armas que fueron posteriormente encontradas en sitios como Tlatlaya y Tanhuato; por el otro, brinda asesoría, recursos materiales y capacitación a las fuerzas gubernamentales que actuaron en esos y otros lugares en los que se ha documentado la letalidad desproporcionada
de las fuerzas armadas a la que hace referencia el texto del rotativo neoyorquino.
Pero puede ser que los autores de la nota no conocieran el dato o que no les haya alcanzado el espacio para incluir esos elementos de contexto. Tal vez habrían podido agregar, aunque fuera de pasadita, que la guerra en la que está enfrascado el Ejército Mexicano es también una guerra de Estados Unidos.
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