esdibujamiento del cine mexicano. En sus conclusiones sobre el festival de Cannes, Leonardo García Tsao señaló hace dos días la escasa presencia de nuestro cine este año en el encuentro fílmico más prestigioso del mundo. Resulta paradójico, por decir lo menos, que precisamente durante el año de mayor producción cinematográfica (140 largometrajes), no haya tenido México en Cannes, ni remotamente, la relevancia de los años anteriores. Y que lejos de aumentar el número de espectadores que ven cine mexicano, en realidad haya disminuido este año, según cifras oficiales.
Cabe preguntarse si no existe una falla generalizada en el modo en que se produce y consume cine mexicano en nuestro país. Más aún, preguntarse si no se está desdibujando, en el camino, algo de su propia identidad, de modo similar a como se van diluyendo las soberanías nacionales como efecto de la globalización cultural y bajo la tiranía del neoliberalismo económico.
Es una ironía que lo que aún consideramos buen cine mexicano no pueda ser cabalmente apreciado por el público al que va dirigido debido a políticas culturales tan erráticas como ineficaces. En lugar de ello, el público mayoritario identifica hoy como cine de calidad no al realizado por directores mexicanos en México, sino al realizado en inglés por un talento nacional afincado y premiado en Hollywood. Y los grandes éxitos de taquilla, aquellos pocos que sí compiten en nuestra cartelera con los blockbusters, son películas de tramas tan previsibles y humorismo tan grueso como ¿Qué culpa tiene el niño?, de Gustavo Loza, un entretenimiento conformista claramente inspirado por el duopolio televisivo.
En estas condiciones, debería verse como una señal de alarma de que a pesar de contar hoy México con una generación de jóvenes realizadores verdaderamente talentosos, el Estado declara apoyar firmemente sus producciones, para luego abdicar, por desidia o impotencia política, de la responsabilidad de promoverlas, dentro del país, adecuadamente.
Una manera de compensar por la escasa visibilidad que nuestro cine de calidad tiene en México, es seguir la trayectoria de sus mejores talentos, descubiertos en los festivales, y señalar su fugaz presencia en las pantallas. Un caso, entre muchos otros, es el de la cineasta Katina Medina Mora, quien hace tres años presentó LuTo, su primer largometraje, una película un tanto desigual sobre una relación sentimental en crisis, en la que ya se insinuaba algo de lo que en Sabrás qué hacer conmigo, su segundo trabajo, parece ser ahora un tema recurrente: la intensidad del duelo por las oportunidades perdidas, tanto en el ámbito amoroso como en el íntimo recuento del trato sostenido con familiares o personas cercanas desaparecidas.
Medina Mora aborda con sobriedad un tema difícil, propicio al desbordamiento melodramático o al lugar común de los manuales de autoayuda, y lo hace concentrándose, de nueva cuenta, en una relación de pareja sin insistir esta vez en sus desencuentros afectivos, sino en ese punto de unión que supone la enfermedad del artista visual Nicolás (Pablo Darqui), una epilepsia de tratamiento incierto, y la vulnerabilidad emocional de Isabel (Ilse Salas, formidable), quien se siente rechazada por la madre a la que cuida (Rosa María Bianchi), incapaz esta última de sobreponerse a la pérdida, 15 años atrás, de su primogénito.
La cinta se divide así en tres segmentos (Nicolás, Isabel, Isabel y Nicolás), cada uno de los cuales representa una manera distinta de narrar o dar un vuelco inesperado a la misma historia. Con este juego de puntos de vista la directora juega con las nociones del azar y conduce su relato a una conclusión dramática que nunca parece arbitraria o abusiva, sino firmemente calibrada. Al lirismo y luminosidad de algunas de sus secuencias filmadas bajo el agua en las costas caribeñas, donde practica buceo la pareja, le contrapone el realismo muy crudo de las crisis de epilepsia de un hombre que parece dispuesto a abandonar su última batalla, y el encierro deprimente en que vive la madre de Isabel, quien cada año experimenta en el recuerdo de su hijo desaparecido repetidas muertes propias en una agonía prolongada.
Dueña de una mayor solvencia narrativa, y capaz de extraer lo mejor de sus tres protagonistas, Medina Mora ofrece, sin estridencias sentimentales, una cinta intimista y dura sobre la experiencia del duelo, desde el que a la distancia parece insuperable hasta aquél que por ser una anticipación del infortunio parece todavía más desgarrador. Una meticulosa disección de los afectos, los miedos y la incertidumbre frente a la enfermedad y la muerte. En este tipo de exploración artística, muy en las antípodas del cine mexicano que hoy gusta más en México, se cifra un poco la supervivencia de nuestro cine como una creación cultural estimable.
Se exhibe en la Cineteca Nacional y en salas comerciales.