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Años de aprendizaje: la niñez de Per La filosofía de la Ceiba Gráfica, única como es, está marcada por la personalidad de Per Anderson. Y la de Per está marcada por su niñez y por las enseñanzas de su amigo Nils, un campesino cincuentón. “Influye en uno la historia familiar… claro. La historia familiar te pone sobre una pista que puede resultar ser fructífera”, dice Per. “Nací en Suecia. Mi papá era agrónomo especializado en bacteriología. Iba a ser un especialista en lácteos, Él trabajaba en un laboratorio, en investigación de lácteos. Para que nosotros, los hijos, tuviéramos un lugar de veraneo, mis papás que veían de Estonia y eran refugiados de la guerra, compraron un terreno 30 kilómetros fuera de la ciudad donde vivíamos, Malmó, al sur de Suecia. Este terrenito, de mil metros cuadrados, colindaba con la granja de un campesino que tenía cuatro hectáreas, era Nils, quien tenía una historia muy particular. Tuvimos una amistad que duró más de diez años. Él había nacido en 1895 y yo en 1946, de modo que cuando lo conocí tenía siete años y él 57. Su mamá nació en 1862 y su papá en 1858. Ellos fueron muy longevos. Su mamá murió en 1956, cuando yo tendría unos nueve años y ella 94. Hasta el último día ella tuvo el mando, el control sobre el rancho. Ella decía cuándo era el tiempo de hacer tal o cual cosa. Sus dos hijos estaban totalmente subordinados a la voluntad de la señora. El papá murió en 1942.
“En este rancho de cuatro hectáreas se manejaba un nivel de autoabasto impresionante. Había una diversificación de cultivos muy fuerte y una sabia distribución y rotación de cultivos con siembras intercaladas pues no se sostiene el cultivo de papa año con año en un mismo sitio, tiene que moverse, rotar; si no lo haces, acumulas muchos nemátodos en la tierra. Tenía animales: dos vacas, tres cochinos, 30 gallinas. Tenía su tractor, un Ferguson de 31 caballos; nueve colmenas, árboles frutales; tenía remolacha de azúcar, zanahoria, papa, cebolla, pepino, forrajes muy completos para sus animales, que se achicalaban. De la remolacha, como lo único que se entregaba a la fábrica de azúcar era el tubérculo, las hojas frondosas eran ensiladas. En un espacio como de 50 centímetros de profundidad, en la tierra, las hojas se compactaban en el piso con un ladrillo nada más, y se les ponía algo de azúcar y entonces fermentaban. Eran algo similar al ensilaje de planta de maíz. En el invierno pasaban la pala y sacaban un cubo fantástico, uno para cada vaca. Darle de comer a los animales era maravilloso. Venía la comida en una caja de madera, abrías la tapa, olía a las granolas que comemos hoy; era un conjunto de granos, un chirris de melaza, el forraje ensilado y la pastura achicalada, seca. Estas vacas estaban súper bien alimentadas. “En 1917 hubo una huelga general en Suecia y Nils y su hermano Karl fueron engañados para ser esquiroles. No sabían ni lo que era ser esquirol. Fueron transportados en tren desde el sur de Suecia para descargar los barcos que estaban varados en el puerto de Estocolmo. Los empresarios buscaban esquiroles ignorantes provenientes del campo y los ponían a hacer la tarea. Los hermanos descargaron un día, pero en la noche, cuando salieron del área portuaria, les tocó una golpiza tremenda, y cuando regresaron a su pueblo estaban muy llenos de vergüenza. Una vergüenza que les duró toda la vida, tanto que nunca se animaron a pedir la mano de una muchacha y nunca se casaron. “Como solteros, se quedaron bajo las órdenes de mamá y papá. Y las disciplinas de la vida granjera, forjadas en otros tiempos, perduraron allí mucho más de lo esperado. Estamos hablando de los años 50s, cuando nacieron la sociedad de consumo y los supermercados. Y la familia de Nils sólo compraba sal y café en la tienda, porque el chorizo ellos lo ahumaban, los jamones los hacían… También sabían cómo cambiar el cuero y tallar los fondos de madera de los zapatos suecos. Coser era fácil para ellos. Hasta un telar había para hacer tapetes y un montonal de cosas más. Tenían abejas y gallinas y cultivaban su propio tabaco. El nivel de autoabasto alimentario era realmente muy elevado, como el de otros tiempos. “Para mí, esas prácticas eran como una escuela Montessori. Me encantaba ir a ver cómo alimentaban a las vacas, los puercos, las gallinas y todo esto. Me hacía gran sentido. Estaba yo con Nils todo el verano, lo que permitían las vacaciones de invierno o las Pascuas. Y era muy feliz porque entendía cómo se manejaban las abejas, cómo se tenía que cuidar las papas para que no se vieran afectadas durante el invierno... Las papas, como las cebollas y las zanahorias, se guardaban en los surcos, un poco caladas en la tierra, cubiertas con rastrojo seco y luego tierra. En el invierno ibas poco a poco destapando. Y sacabas las papas en buenísimas condiciones porque no se habían deshidratado. Las huertas vecinas eran más dedicadas a monocultivos, pero no la huerta de Nils. “El papá de Nils había sido peón del hacendado del pueblo. Esto fue entre 1880 y 1890. En ese entonces la mano de obra comenzó a encarecerse, y los hacendados liquidaban a sus peones cediéndoles las tierras más pobres. Eran arenales. Pero después de 40 años de trabajo las tierras ya presentaban una capa de humus muy importante. En el caso de la granja del papá de Nils, las tierras se regaban con las aguas poco saladas del Mar Báltico que traía el oleaje, gracias a ello se fueron construyendo capas orgánicas. Estas tierras además estaban en muy buenas condiciones porque se las abonaba con estiércol animal y con el cultivo de chícharos. Los chícharos tienen en su sistema radicular bacterias que retienen nitrógeno. Y esto contrastaba con lo que ocurría en otras partes. En ese entonces mi papá, agrónomo, y una vecina también agrónoma que estaba estudiando el porqué del empobrecimiento de las tierras en Europa, comentaban el daño que hacían las fertilizaciones químicas excesivas. Ella explicaba: ‘si tú persistes en esta práctica, el nitrógeno desciende en el subsuelo, llega al punto donde se asocia con el aluminio, éste se libera, llega a la superficie y a la vuelta de 50 o 60 años envenena el campo’. Todo esto me apasionaba. Y a la fecha es parte de mi equipaje. “Karl murió joven de diabetes, pero Nils y yo fuimos amigos por muchos años. Y Nils nunca se vinculó a la economía moderna, ni a los monocultivos, ni tomaba préstamos en el banco... Nunca pensó ‘si pongo las cuatro hectáreas de pura zanahoria, imagina el billete que voy a ganar’. Perdió a su mamá cuando él tenía 60 años y a esa edad es muy difícil comenzar a cambiar ideas. Nils era un campesino atípico para su tiempo. Simplemente era mi vecino y era mi amigo. Y era soltero de modo que me quedaba a dormir en su casa, era como si fuera su hijo. Nils sabía muchas cosas que me enseñó: sabía cuáles eran las manzanas que podían estibarse hasta Semana Santa y sabía cómo estibarlas. Sabía cómo convertir la leche en yogur los días más calurosos del año y cómo conservar el pie y reproducirlo. Sabía un montón de cosas. Esto me dejó una enseñanza: ‘lo que hagas, lo que logres hacer dependerá de ti y de que sepas usar lo que tienes a la mano. Si tienes un pedazo de mecate, un clavo y una navaja en el bolsillo, con eso te las arreglas’. “Por supuesto que esto marcó mi vida. Si se rompía un cristal, Nils sabía cómo se cortaba, de un cristal grande se hacía uno más chiquito, y para fijarlo mezclaba aceite de linaza y blanco de España y con eso hacía el mastique y santo remedio. Él sabía cómo se encalaba un muro y qué pigmentos utilizar para pintar un guardapolvo. Debía uno tener paciencia. El mero día que pintaba no se veía bien, pero al día siguiente resplandecía de blanco, porque necesitaba tiempo para secarse. Y tenía que dar una mano muy delgada de cal y hacer esto cada año. Lo de la cal era una medida sanitaria para el establo también. “A Karl le gustaba ver el campo bien ordenado. Los sábados íbamos al mercado para vender huevo, miel o pepinos. Pasábamos por otras granjas y me decía ‘mira qué sucio tiene su cultivo de papas’ o frente a cosechas de centeno y avena –granos excelentes que no requieren de suelo muy profundo–, ‘mira que desalineados están sus montoncitos de grano’. Le gustaba sentarse temprano en la mañana y fumar su pipa y escuchar las palomas en el bosque cercano. ‘Fumar una pipa es también trabajo de marineros’, decía. Cuando comencé a dibujar y copiaba alguno de los viejos cromos de los que él tenía, si lograba parecido con el personaje, le parecía fantástico. Karl tenía plantas de mostaza y con una cazuela de barro que ponía entre sus piernas y una bola de cañón, machucaba los granitos y uno lloraba por lo intenso de la mostaza. Con agua, vinagre, crema y esos granitos molidos, hacía una excelente mostaza, algo similar a la que hoy conocemos como Dijon. Los tres cochinitos de la granja tenían su bebedero y a medio día Karl, que venía de regreso de donde entregaba la leche para que la descremaran, los alimentaba. En un traste de madera con tres divisiones, para que no se pelearan, les daba cereal molido con leche descremada. Les encantaba. Con los años el traste terminó por gastarse y no podía contener la leche, de modo que Nils les hizo otro. En un momento dado yo pensé que ya estaba terminado, pero sacó una navaja del bolsillo para rebajar lo cortante de la madera y evitar que se lastimaran al acercar su trompa al traste. Ese toque de cuidado y de cariño era absolutamente natural en Nils. Él era muy especial y hasta en verano permitía que los animales durmieran dentro del establo.”
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