Cannes.
ocos cineastas contemporáneos han mantenido una marca registrada de calidad a través de los años. El neoyorquino Jim Jarmusch es uno de ellos. Su estilo inconfundible ha sido además una influencia determinante para muchos realizadores posteriores, que han abrevado en esa especie de minimalismo zen. Ahora en Cannes estrena dos títulos. Paterson es su aportación a la competencia y es una película que recuerda al primer Jarmusch, el que sorprendió al mundo con Más extraños que el paraíso (1984), Bajo la ley (1986) y El tren del misterio (1989).
Con un guión que empezó a trabajar desde hace 20 años, Paterson no es sólo el nombre del protagonista (Adam Driver), sino también de la ciudad de Nueva Jersey en la que vive. Esa es sólo una de las coincidencias y simetrías que abundan en la caprichosa narrativa, que sigue la vida de Paterson y su esposa Laura (Goldshifteh Farahani) a lo largo de una semana. El hombre, chofer de una línea de autobús urbano, es muy rutinario y diario hace lo mismo; mientras ella, que decora todo con motivos en blanco y negro, aspira a poner un negocio de cupcakes o a ser una estrella de la música country. Paterson es también un poeta malito que aspira a escribir en la vena de William Carlos Williams, oriundo de Paterson, al igual que el cómico Lou Costello. Y aunque se llegará a un día en que la rutina se rompe, no sucederá nada grave.
Jarmusch siempre ha hecho cine cool para hipsters, antes de que estos existieran. Paterson es un relato curiosamente encantador, aderezado por el humor parco, característico de su autor. La ausencia de malicia en sus personajes va aunada a una reflexión sobre la naturaleza de la poesía, que un turista japonés remata en una de las escenas finales. Tal vez son excesivas las tomas graciosas del perro bulldog, mascota del matrimonio, que sirven de reaction shot. Pero a Jarmusch se le perdona ese convencionalismo.
Otra producción independiente de Estados Unidos, Loving, del prolífico Jeff Nichols, complementó el concurso de hoy. No sólo es el gerundio del verbo amar en inglés, sino el apellido del protagonista Richard Loving (Joel Edgerton), obrero de la construcción que decide casarse con su novia negra, Mildred (Ruth Negga). El problema es que la acción se sitúa en la Virginia de 1958, donde están prohibidos los matrimonios interraciales. Ambos son arrestados y salen de la cárcel bajo fianza. La película será la crónica de su larga lucha social, llevada ante la Suprema Corte, para que la ley sea modificada.
Contra lo que pudiera esperarse, no se trata de una película discursiva a lo Stanley Kramer. No hay escenas de intenso dramatismo, en ningún momento se escucha la palabra ofensiva nigger y el tono nunca sale de la sobria dignidad de sus protagonistas. En ese sentido, Loving resulta demasiado mesurada en su descripción de una injusticia social. Mucho más sugerentes resultaban las anteriores películas del joven Nichols, El niño y el fugitivo (2012) y Atormentado (2011). Su quinto largometraje se asemeja mucho a esas producciones de prestigio de HBO, de tema noble e impecable realización, pero que no emocionan mucho.
Al no haber un largometraje mexicano nuevo en alguna de las secciones del festival, el Instituto Mexicano de Cinematografía no organizó una fiesta, como ya era tradicional. En cambio, celebró un coctel/conferencia de prensa sobre la colaboración cultural que se llevará a cabo el próximo año con Alemania y que encontrará en la Berlinale de febrero un importante punto de encuentro. Parafraseando la invitación, se dijeron palabras, pero también se bebió tequila.
No sólo la calidad de las películas se ha mantenido a un nivel satisfactorio este año. El buen clima en Cannes ha contribuido también a una sensación de bienestar. Resulta irónico que mucha gente de la industria haya decidido no venir al festival por miedo a un posible ataque terrorista. Ellos se lo perdieron.
Twitter: @walyder