a exposición vigente en el Museo del Palacio de Bellas Artes se titula El arte de la música. No es buen título, pues nadie duda de que la música esté en la cúspide de las artes y es cierto que pueden existir ciertas corrrespondencias entre una y otras artes. Es decir, es posible designar un conjunto de colores como un arpegio o bien como una disonancia o incluso imaginar un sonido cálido, saturado y otro oscuro u opaco. Ya desde Baudelaire se nos instruyó en la sinestesia, que es la percepción de una misma cosa a través de sentidos diferentes.
Pero una cosa es la temática musical en la pintura, que con hartísima frecuencia se da en todas las culturas (y eso queda bien ilustrado en esa muestra), y otra el pensamiento de que ambas artes son analogables; la música es temporal y si bien ahora puedo no sólo escuchar la tocata y fuga en re menor BWV 565 de Bach y hasta recordar que es tocada en una película con tema de Julio Verne, interpretada en un submarino, pero en tiempos de Bach eso distaba de ser posible y había que esperar la oportunidad de que fuera interpretada por un organista o bien leer la partitura (si es que se sabe leer
música) e ir imaginando los sonidos si se tiene esa facultad.
En cambio, el grabado El caballero y la muerte de Durero es fijo y puedo ir a verlo al Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (IAGO) o acercarme al mismo a través de una reproducción en el libro de Panovsky. La pintura, el dibujo, el grabado y la fotografía congelan un instante y así se queda per secula seculorum, la música se desenvuelve en el tiempo, mismo si escucho una grabación al órgano de la tocata, tiene un principio y al cabo de un rato se termina el sonido del órgano o da lugar a otra pieza.
Naturalmente que hay coloratura
en las voces, término tomado de las artes plásticas, como hay ritmo, tanto en la música como en la pintura; estamos hablando del lenguaje de las artes, el ritmo por cierto es elemento muy representado sobre todo en la modernidad.
Entre otras obras, se exhibe un dibujo en corteza de árbol efectuado en el siglo XX que proviene de la Universidad de California en Irvine, que al igual que el aguatinta de John Cage, ilustra maravillosamente el ritmo. A esta índole de obras es posible asociar otras; recuerdo, casi como si la viera, una pintura de Francisco Castro Leñero que se titula Música esquimal, que vi un día en su estudio a la vez que escuché sonidos de esa música y sí pude encontrar analogía. Eso es una opción de ilustrar la pintura en la música, pero la principal es la iconográfica y ocupa, como digo, rubros importantísimos (algunos aburridísimos). Entre los más gratos que se exhiben está la litografía a color de Kandinsky, se titula Mundos pequeños y fue realizada en 1922, o el óleo del uruguayo Pedro Figari, que proviene de Miami. En realidad los dos conjuntos más vastos pertenecen al acervo del Museo de Bellas Artes de San Diego, California, que dirige nuestra querida compatriota y amiga Roxana Velasquez. Allí se generó la exposición con la injerencia curatorial de Sandra Benito, que trajo como consecuencia un importante conjunto mexicano que cuenta entre otras obras con una que José Clemente Orozco realizó para el Turf Club, ámbito que en cuanto a función y decoración se disgregó y ahora esa pintura se encuentra en una colección privada; se exhibe también, y el acierto es ese, una fotografía de época (1945) del Turf Club que se encontraba en la carretera a Toluca, donde se ve de frente la pintura ubicada en el comedor. Estas son curiosidades que se disfrutan, pero hay obras de primera magnitud en el conjunto, como la bailarina de Edgar Degas, la muy cómica e ingeniosa pintura de la soprano que emite un gallo
de Antonio Ruiz El Corso, una preciosa pintura de Corot que representa a Orfeo guiando a Eurídice, pero no en el inframundo (cosa que no sucedió, por lo cual quizá el episodio tal vez tenga otra referencia que no corresponde con Gluck), además del conjunto de xilografías japonesas o de las acuarelas que provienen de la India y que son deliciosas de contemplar. Eso, además de las imprescindibles obras prehispánicas que generosamente prestó el Museo Nacional de Antropología y que están entre las piezas maestras del conjunto, dos teponaztles y otro tambor, que no sé si pueda denominarse tunkul
, aparte de maravillosas cerámicas.
El espectador es recibido con una pieza muy especial, obra del veterano artista estadunidense John Baldessari; es grande y parece plana, pero no lo es, titulada La trompeta de Beethoven. Es una oreja blanca y enorme en resina y fibra de vidrio que se supone intenta escuchar, sin lograrlo, lo que transmite un otoscopio en bronce, aluminio y cables. El oír constituye una experiencia ausente
, alusivo según idea de Baldessari al primero de los cuartetos de cuerda tardíos opus 127 en mi bemol mayor.
El espectador puede acceder a la trompeta, misma que personifica a Beethoven y emite unos sonidos extraídos de esos cuartetos que son varios, compuestos según el autor del ensayo correspondiente, Bernardo Arcos Mijailidis, cuando Beethoven estaba ya completamente sordo. Lo bueno es que eso suele llevar a algunos espectadores a escuchar en disco esa música e incluso a leer los extraordinarios ensayos de Maynard Solomon sobre Beethoven.
Muchas piezas visuales cuentan con audífonos que reproducen música; el sonido no es nítido, por lo que no en todos los casos se usan. Para mí, una de las sorpresas que depara la exposición fue encontrar Retrato de Alejandro Ruelas (obra de su hermano Julio Ruelas), representado como fauno y tocando una flauta doble; en cambio, extrañé a Germán Venegas en su versión tizianesca del suplicio de Marsias, quien, como se sabe, osó contender con Apolo convirtiéndose en el primer desollado, tan famoso como Xipe.