e vez en cuando conseguimos sacar a un compañero de la cárcel, detener las máquinas que vienen a destruir un pueblo, frenar un megaproyecto, impedir un despojo… Recurrir a la ley, a los procedimientos jurídicos, todavía produce resultados. Pero esa no debe ser la única razón para seguirlos empleando, con toda necedad.
Ante todo, necesitamos reconocer que el espacio se va cerrando. En muchos casos, sólo conseguimos lo que buscamos cuando agregamos a la lucha jurídica la presión social y política. Se hace cada vez más difícil hacer valer el derecho o los derechos. Se extiende a capas más amplias de la población lo que según Benjamin era sólo tradición de los oprimidos: las reglas del estado de excepción, la situación en que la ley se emplea para establecer la ilegalidad.
En la cárcel, la naturaleza del poder no necesita disimularse: puede mostrarse en toda su desnudez y crudeza. Cobra así sentido la observación de John Berger de que la prisión es la palabra que mejor define la condición actual en el mundo: estamos encarcelados. Lo que hoy se experimenta cotidianamente es que el poder muestra su naturaleza sin inhibiciones. Vemos, incluso, que está desplegando sus peores aspectos y que hace ahora objeto de exhibición y espectáculo lo que antes disimulaba o escondía bajo la alfombra. Forma ya parte de la estrategia intimidatoria.
Seguir usando procedimientos jurídicos no debe tener solamente motivos pragmáticos. El derecho debe conservar su fuerza y significado hasta en circunstancias como las actuales, cuando el aparato judicial entero está contaminado por la ilegalidad, la corrupción y la injusticia; cuando está abiertamente al servicio de los privilegiados; cuando sólo sirve para tender un velo sobre la naturaleza despótica del régimen que lo administra.
Esas circunstancias no deben hacernos desechar la idea misma del derecho, la formulación y aplicación de normas. Los procedimientos jurídicos no pueden separarse de los procedimientos políticos: se entrelazan estructuralmente. Ambos conforman y expresan la estructura de la libertad dentro de la historia, y es esa estructura la que hoy necesitamos reconstruir o la que tenemos que levantar donde nunca existió. Es la clave para detener el horror.
Los partidos han perdido toda credibilidad y los gobiernos la poca legitimidad que tenían. Unos y otros, junto con tecnologías y sistemas, se han convertido en meros dispositivos estratégicos de poder con los que se nos manipula y controla. Parece claramente imposible salvar de la ruina todo ese mundo que cae violentamente a pedazos a nuestro alrededor, causando tanto daño a la naturaleza como a la cultura. En esta situación, en momentos tan claramente apocalípticos como los actuales, no nos queda sino recurrir a la reconstrucción.
Reconstruir hoy, como expresión suprema de resistencia, no es reparar o remediar instituciones cada vez más contraproductivas, amenazantes e irracionales. En rigor, nada puede salvarlas. Lo que estamos empezando a ver es que algunos de sus operadores más astutos se han dado cuenta y corren a salvarse, como ratas que son. Otros intentan protegerse de los múltiples derrumbes en diversas guaridas institucionales. Unos más escapan hacia el futuro, y hay muchos, incluso en los primeros niveles, que no parecen darse cuenta de nada y cierran fuertemente los ojos para no ver el desastre del que son parte.
Lo que ha de reconstruirse no está ahí, sino abajo. Es cierto que hemos sido despojados de buena parte de lo que conquistamos en los pasados 200 años y que se siguen mutilando las libertades políticas sobre las que se montaba nuestra convivencia, pero podemos todavía recurrir al lenguaje ordinario y al procedimiento formal para reconstruir o reformular nuestras propias normas en comunidades y barrios, en el seno de nuestras organizaciones renovadas.
Desde ahí, en el tejido apretado de hombres y mujeres reales que se conocen entre sí, que pueden ver lo que son en los ojos del otro, de la otra, en los espacios en que nosotrear es un estado de cosas y una manera de ser, podemos seriamente decir la verdad, decírnosla. Podemos ahí denunciar el carácter irremediablemente canceroso e insalvable de las fórmulas e instituciones dominantes y nutrir, contra los desesperados de todo el espectro que brotan alrededor, las esperanzas que se derivan de una auténtica construcción autónoma.
Esas esperanzas no representan el triunfo del optimismo sobre la realidad. No son mera ilusión. Surgen de la percepción de que el empeño autónomo organizado, el que viene de abajo, el que se afirma en la dignidad ante todos los desastres y sabe que vivir es luchar, se extiende cada vez más y empieza a aparecer como una red de refugios interconectados y autosuficientes en medio de la tormenta que anuncian ya otra posibilidad.