Opinión
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Corrupción y campañas electorales
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ice Tácito que muchas son las leyes en los estados corrompidos. La afirmación me preocupa porque si algo hemos hecho en los pasados 30 años, además de construir un régimen de partidos plural y de restablecer la fuerza del voto como instrumento de cambio, ha sido crear instituciones y diseñar leyes y reglamentos destinados a castigar y poner fin a la corrupción. Desde que, al inicio de su gobierno, Miguel de la Madrid lanzó una campaña para la Renovación moral de la administración pública, los sucesivos gobiernos han insistido en codificar conductas y sanciones con el propósito de erradicar las muchas formas que adquiere la corrupción: soborno, extorsión, peculado, tráfico de influencias, abuso de funciones, enriquecimiento ilícito, colusión, uso ilegal de información confidencial, nepotismo, y desde luego, conflicto de intereses. En fin, todo aquello que puede resumirse en una frase: el uso y abuso de recursos públicos con fines privados.

A pesar de todos estos loables esfuerzos, la opinión pública mexicana no percibe avances en el combate a la corrupción; no sólo no cree que haya disminuido, sino que está convencida de que ha aumentado considerablemente. Como toda actividad ilícita que ocurre en la oscuridad y el secreto, la corrupción es difícilmente mesurable. La evaluación de su progreso o de su retroceso es en buena medida un asunto de percepciones, y la percepción más o menos generalizada es que el problema es hoy mucho más grave que antes. La verdad es que no lo sabemos, pero lamentablemente podemos asociar este crecimiento en parte al funcionamiento de nuestra experiencia democrática, porque las campañas electorales se han convertido en una oportunidad para que los intereses particulares encuentren agentes y representantes disimulados entre aspirantes a cargos de elección popular. Más allá de las consideraciones morales obvias, este tipo de relación compromete las decisiones de gobierno, cuyas razones son, como se dice, políticas, y ya no técnicas.

El apoyo financiero que se necesita para promover una candidatura al Congreso, o el que se puede obtener en especie, desde el préstamo de aviones privados, autobuses y alojamiento gratuito para el o la candidata y su equipo, hasta camisetas y desayunos, se traduce en un compromiso con el donante que a cambio espera un contrato para una gran obra de infraestructura, una concesión o simplemente un empleo para algún pariente.

Esta situación se torna más compleja si consideramos el costo de las campañas electorales. Luis Carlos Ugalde y Héctor Aguilar Camín han enfatizado la contradicción que existe entre los topes de gasto de campaña que establece la ley y sus costos reales. Estos programas normalmente duran varios meses, pero son sobre todo muy caros porque buena parte de la promoción de candidatos y partidos se lleva a cabo en la televisión.

Entiendo bien que si más de 70 por ciento de la población adquiere su información política en ese medio y en la radio, es perfectamente razonable que los políticos concentren ahí sus recursos financieros. Sin embargo, como los que reciben por ley resultan claramente insuficientes, buscan fuentes alternativas, y existe una alta probabilidad de que en el futuro incurran en alguna de las conductas delictivas que establece la ley, por ejemplo, en el tráfico de influencias, en abuso de funciones o en conflicto de intereses.

¿Es un consuelo pensar que en este aspecto México no es una excepción? La lista de políticos que en todo el mundo están o han estado en problemas con la ley por el financiamiento ilícito de campañas electorales, o de organizaciones partidistas, es bien larga. Podemos empezar con Tony Blair, a quien se acusó de recibir apoyo de las tabacaleras en un momento en que el Parlamento votaba una ley relativa a los efectos del cigarro sobre la salud; Helmut Kohl no pudo presidir la unificación alemana –por la que tanto trabajó– porque su carrera fue truncada por una investigación a propósito de gastos de campaña; en febrero pasado Nicolas Sarkozy fue interrogado porque en la competencia por la presidencia en 2012 rebasó el tope de gastos para la promoción de su candidatura establecido por la ley, y corre el rumor de que en 2007 recibió financiamiento del gobierno libio.

En Estados Unidos se buscaron diferentes fórmulas para reglamentar los donativos que reciben los candidatos, pero la presión de los millonarios y de los libertarios fue tan fuerte y su habilidad para dar la vuelta a las reglas tan grande, que ahora no hay límites ni restricciones.

Por eso las campañas actuales son una danza de cientos de millones de dólares, y mucha de la desconfianza que inspira Hillary Clinton tiene que ver con sus nebulosas relaciones con el sector financiero. La fragilidad de la democracia no es una novedad ni un secreto, pero, como lo prueba la historia, sólo puede ser superada por la insistencia en sus fortalezas, para empezar, el compromiso con la transparencia.