on todo el alcance de su hegemónico peso, el poder establecido trata de nulificar o, al menos, neutralizar la dura realidad de la lucha de clases. Inducen, eso sí, la existencia de distintos estamentos sociales en un intento por, al menos, paliar lo que es innegable y claro: el enfrentamiento continuo y feroz entre los muy pocos de arriba y la muchedumbre de abajo. No existe dicha oposición y menos que sea cruenta, declaman en voz de sus cajas de resonancia.
Para tal fin se utiliza toda la parafernalia de la comunicación moderna a su entera disponibilidad. En el rejuego del convencimiento entran venerables templos de la academia, fundaciones de prestigio y organismos multilaterales. Como pieza de mayor efectividad, hacen su aparición los nada discretos medios de comunicación de masas. Dentro de estos aparatos pulula todo un regimiento de difusores de distinto calado y efecto persuasivo. Un activo ejército de sofisticados predicadores que no pueden ser ninguneados. Su influencia se hace sentir por todo el orbe. Se han unificado en sus perfiles e intereses, en los estudiados énfasis retóricos, pero, sobre todo, en la radical similitud de su línea argumental. Éstos, que por ahora son los actores del momento, recurren a toda una batería de razones consagradas, armados con bien fondeados estudios, minuciosos datos colaterales y hallazgos que parecen asombrosos. Sin mucho esfuerzo adicional de sus molleras logran imponer, como verdad indisputable, un conjunto de supuestos harto discutibles, encajonados dentro de un horizonte visual y auditivo con partes disonantes. Todo un diseño para que ahí recalen, aunque sea a horcajadas, las llamadas mayorías. De qué otra manera se puede lograr la enorme transferencia de la riqueza generada, año con año, del 90 por ciento más pobre hacia el 10 por ciento de la población privilegiada. La actual proporción de reparto de 20 por ciento al trabajo y 80 por ciento al capital respecto del producto interno bruto lo dice todo.
Los llamados intelectuales se producen y reproducen por camadas de distintas calidades, un grupo de ellos tras de otro. Unos con mejores aportaciones que los precedentes o los siguientes. No todos fluctúan con suavidad entre las distintas circunstancias de las naciones o del mundo. Los hay, con mayor frecuencia a la deseada, individualidades, o grupos enteros incluso, que se enquistan por largos periodos en el cuerpo social. La movilidad y el intercambio de ideas dispares, como un requerimiento interno depurador, se torna entonces limitado, doloroso a veces y hasta cruento para alguna de las biografías personales o de grupo.
Hace ya décadas en México el ímpetu del naciente poder originó la emergencia de toda una generación de talentos insertados dentro de sus mismas entrañas. Andando el tiempo, sus aportaciones cristalizaron en el ahora ya abandonado nacionalismo revolucionario. Pintores, con sus coloridos murales plasmaron, en sugerentes imágenes de luchas entre opresores y sometidos, un prometedor futuro por construir. Se trataba de superar un pasado injusto y aplastante. Poetas que, desde dentro del aparato gubernamental, pero de calidad innegable, revelaron interioridades de los mexicanos y de todos los hombres y mujeres por extensión. Novelistas, aunque de mediano talento éstos, participaron para resaltar lo que nacientes historiadores habían encontrado o entrevisto: una suerte de vital flujo de vida organizada para una nación en ciernes.
Fue una época, en el México que empezaba a idealizar la modernidad, de activa creación de instituciones. Las universidades se hicieron presentes, surgieron los partidos políticos, creció la economía y los congresos legislativos trabajaron arduamente para cimentar con leyes el desorden prevaleciente. Este periodo engendró, por su propia dinámica, a toda una camada que diseñó el Estado mexicano. La primera mitad del siglo XX los vio trabajar arduamente; los leyó y oyó con gran respeto, y con ese ímpetu en progreso se fueron de repente. Ellos sentaron las bases de un vigoroso horizonte de pensamiento que se prolongó durante medio siglo y cuyos coletazos todavía hoy se hacen presentes.
Surgieron sus relevos en figuras que en determinados momentos alcanzaron relieve mundial con algunas de sus contribuciones al pensamiento y la creación. Llevaron consigo un distintivo novedoso y apreciado de independencia respecto de los gobiernos en turno. Siguieron, empero, similares cauces de explicar la realidad y el desarrollo. No pudieron, ni tal vez quisieron, solventar su independencia para sustentar, con autoridad, sus críticas, narrativas y construcciones. El aumento poblacional concomitante con esos tiempos y la movilidad social, auspiciada por cierto reparto del ingreso y la riqueza, dieron lugar a un proceso creciente de complejidad social. Y dentro de ese nuevo fenómeno se forjaron otros creadores, luchadores sociales e intelectuales que, en distintos campos y con un abanico de complejidad notable, avanzan ahora sus posturas y toman el relevo. Pero, a diferencia de sus antecesores, la mayoría, o al menos los que ahora son llamados parte de la comentocracia, han alineado sus visiones e intereses con los de la clase gobernante. Es esta una rala juntura de mandones que se cierran para integrar la actual plutocracia. Aquellos que resisten tales encantos han sido relegados a múltiples guetos para los que escasean oportunidades difusivas. De variadas maneras, empero, la legitimidad de un modelo sociopolítico y económico dominante se ha cuarteado en su mera base de sustentación: el diluido bienestar colectivo. El contexto externo, por otra parte, parece favorecer visiones de recambio o, mejor dicho, de perfeccionamiento, tanto de ideas como de imágenes justicieras. Y en este crítico momento se vive y lucha.