o hubo previsión alguna, tal como recomendaban las abundantes señales de un futuro complicado y peligroso. Tampoco se trabajaron alternativas reales para amortiguar el amenazante y factible cúmulo de nefastas coincidencias ya, por lo demás, bien exploradas. Desde hace 10 años se pronosticaban caídas en la producción de crudo y la reposición de reservas probadas se había estancado. También se tenía documentado el aumento en el consumo de petrolíferos y petroquímicos y su correlativa insuficiencia de capacidad interna para satisfacer tan pronunciada demanda. Se llegó a afirmar, en boca de la tecnocracia, que refinar no era negocio. La curva donde se cruzarían las exportaciones de crudo con las importaciones de gasolinas era inminente. La renovación interna de Pemex se posponía año con año sin modificar el agravamiento de sus problemas. Y, sin atenderlo, se procedió a dar un salto al vacío: la famosa reforma de reformas, la energética. Al frente de la petrolera se nombró, con amistoso gesto, a un aprendiz en el trafique de influencias.
El panorama dibujado por la presente administración, una vez aprobada tan crucial reforma, no podía ser más halagador. Por regla general, todas las reformas trabajadas dentro del Pacto por México flotaron sobre calmo mar de promesas ideales. Inversiones cuantiosas, empleos bien remunerados, acceso a tecnologías modernas, aumento de productividad, recaudación hacendaria adicional, crecimiento sostenido del PIB. Un cúmulo de beneficios al alcance de la mano, el quehacer inaplazable, valiente, transformador, de los hombres y las mujeres del nuevo priísmo responsable. Los tamaños de aquellos que se presentaron como eficientes gestores del famoso pacto cupular, a esta altura (mitad) de un sexenio posiblemente malogrado, se achican y recurren a narrativas inconsecuentes. Pero sobrevino lo temido y los precios del crudo se fueron al suelo. La subasta de campos quedó atorada en múltiples vericuetos no previstos, pero reveladores de variadas fallas, estas sí estructurales. Todavía a esta altura del proceso la burocracia gobernante no acepta los tropiezos tenidos en su acariciado acceso a la modernidad y darse a la urgente tarea de replantear el rumbo y su atascado modelo.
Harto se sabía de las limitantes insertadas en la fiscalidad nacional que, de corregirse a tiempo, podrían superar su crítico e irrisorio nivel (9 a 11 por ciento del PIB). Una de las más bajas recaudaciones impositivas del mundo. El gobierno quedó, por sus propios temores, prematuramente atado por una reforma fiscal timorata e incompleta que no puede suplir los faltantes, como los que ocasiona la caída petrolera. ¡No más impuestos ni deuda!, exclamaron desde arriba para mediatizar el descontento de los mandones apenas tocados de rozón. La segunda parte de la anterior pareja de promesas, sin embargo, es violentada por el incremento exponencial de la deuda pública. Y, con ella, se agranda el hoyo presupuestal debido al obligado mayor costo de su servicio. Los recortes, pues, se han instalado de nuevo en el vocablo cotidiano y sus efectos, por más volteretas retóricas que se ensayen, harán su terrible labor de zapa social y política. Privaciones como pronósticos, achique de horizontes ya de por sí nublados, parón a la movilidad, aumento sin parar de una pobreza en la que México es negativo puntal latinoamericano (Cepal). Y la indetenible concentración de los ingresos que acelera la desquiciante desigualdad. Un caldo de consecuencias entrevistas que contra viento y marea se materializan por todos los rumbos del planeta.
En la puerta de un año electoral las alternativas se reducen a lo ya usado como método de escape: un rejuego de aparentes salidas hacia delante, bañadas con promesas de cambio y harta propaganda. En esta tesitura, apostar el poco resto remanente a los medios masivos de comunicación se torna, para los de arriba, indispensable. La desmesurada confianza mostrada por la presente administración en la capacidad de los medios para insertar en la sociedad imaginarios seductores es, ciertamente, ilusoria. La supuesta habilidad mediática (televisión y radio) para movilizar voluntades, trastocar la realidad o erigir imágenes atractivas es decreciente. La credibilidad de los informativos de la televisión es un simple espejismo. La desconfianza popular en ellos es notable. Las redes sociales han hecho una labor deconstructiva que aumenta con los días su vulnerabilidad. La incapacidad de locutores y comentaristas se manifiesta en cada suceso cotidiano. Se intensifica la gritería monocorde y vacua, aparecen tiburones y delfines a raudales en las pantallas, el Vaticano y los papas se reciclan en versiones alargadas, las vendettas particulares de cada medio se reiteran, las voces del oficialismo son el aplastante denominador. Lo básico permanece ausente, oculto tras imágenes insulsas y micrófonos complacientes. Esquivar los numerosos conflictos se torna una labor de equilibristas. Sólo permanece la aparente e inagotable presencia del Presidente que, desde una intercambiable tribuna con teleprompter, bien acicalado y con frases sublimes, parece orientar a una atenta concurrencia zómbica. Nueve años consecutivos del mismo recurso difusivo ha terminado por minar la buscada aceptación ciudadana de un guía y conductor eficaz. Una estrategia propagandística que se pretende restaure la confianza en una gestión que, por el contrario, se extravía sin descanso.