ras el conjunto de revelaciones mundiales sobre el uso de empresas fantasmas y triangulaciones de dinero por políticos, funcionarios, empresarios, delincuentes y personalidades del deporte y los espectáculos, las autoridades gubernamentales y los propios señalados han reaccionado con una asombrosa combinación de puerilidad y cinismo. Se investigará
, es la respuesta generalizada en las dependencias fiscales de los países en los que residen los propietarios de los fondos trasegados y de las compañías de fachada. Se trata de calumnias
, afirman varios involucrados en esas operaciones que, si no son abiertamente ilícitas, resultan al menos opacas e inescrupulosas, en tanto que otros admiten ser o haber sido propietarios de las empresas fantasmas, pero aseguran que no las han utilizado con fines delictivos, aunque omiten toda explicación de los motivos que los llevaron a poner sumas astronómicas a la sombra de los paraísos fiscales
por medio de empresas off shore.
Es pertinente considerar que las filtraciones del caso #panamapapers –millones de registros procedentes de la firma de consultoría Mossack-Fonseca, con sede en Panamá– no sólo exhiben las prácticas regulares de numerosos integrantes de las élites mundiales, de sus familiares y colaboradores, sino también la pasmosa permisividad de los sistemas financieros internacionales, los cuales parecen diseñados no para controlar los flujos dudosos de grandes capitales, sino para permitirlos o para detectarlos sólo por excepción.
La prueba de ello es que han debido conjuntarse una filtración sin precedentes y el trabajo de cientos de periodistas de decenas de países para que la opinión pública conociera las prácticas impresentables de individuos que por su posición política, económica o social debieran ser ejemplo de probidad y transparencia, así como la entusiasta participación de buena parte de la banca comercial en operaciones financieras cuando menos dudosas. Una expresión acaso involuntaria de la inoperancia de los gobiernos para fiscalizar los movimientos sospechosos de capitales corrió a cargo del presidente francés, François Hollande, quien agradeció
las filtraciones, pues la exhibición de distintos personajes nos reportará ingresos fiscales por quienes defraudaron
.
Una faceta exasperante del escándalo es que permite constatar, una vez más, la creciente resistencia del cinismo político y empresarial a las revelaciones de los medios, un fenómeno que pudo ser constatado ya desde las revelaciones de Wikileaks –2010 y 2011– y con la información que Edward Snowden hizo pública en 2013. Salvo algunas renuncias y algunos roces diplomáticos aislados, las conductas inmorales y hasta delictivas que tales filtraciones dejaron a la vista no provocaron, como habría debido suceder, crisis políticas en los gobiernos más exhibidos. El caso extremo es el del aparato de espionaje ilegal e intrusivo que opera el gobierno de Estados Unidos en todo el mundo: si en 1973 Richard Nixon fue orillado a renunciar por el escándalo Watergate –derivado de la revelación de que el entonces presidente había ordenado espiar las comunicaciones telefónicas de la dirigencia del Partido Demócrata en el edificio de ese nombre, en Washington–, Barack Obama no experimentó un daño político significativo tras el descubrimiento de que su administración espía a millones de personas –figuras prominentes y ciudadanos comunes– tanto en territorio estadunidense como fuera de él.
Es clara, pues, la moraleja que puede extraerse de las reacciones ante el escándalo de los #panamapapers: si las sociedades no recuperan su capacidad de indignación y no se movilizan para exigir la limpieza profunda del sistema financiero internacional e investigaciones judiciales rigurosas y a fondo de los clientes de Mossack-Fonseca, la opacidad habrá ganado la partida y al amparo de ella miles de millones de dólares de propiedad social seguirán siendo privatizados y desaparecidos en provecho de un pequeño puñado de individuos.