Los demonios que la guerra contra las drogas produce
e los efectos perniciosos de la llamada guerra contra las drogas hay un exceso de diagnóstico. La bibliografía producida en estos temas es torrencial. Se documentan la cuantificación económica de esta empresa ya globalizada, las rutas de comercio, los montos de venta por tipo de droga, el ejército de trabajadores de todos los perfiles. Se cuenta con estudios de la forma en que penetra y se funde con los aparatos del Estado. Toda esta nueva realidad es producto de la decisión de combatir al narco con la peregrina idea de proteger a los jóvenes del consumo. Los productos de dicha guerra son infinitamente más nocivos y peligrosos que el consumo que pretenden prevenir. Lo más paradójico: está estudiado y medido cómo los objetivos de la guerra contra las drogas no resuelven nada y, en cambio, generan una realidad que existe justo por esta guerra.
Además, no sólo se creó una estructura económica de hondo impacto social, o un conglomerado criminal que amenaza a las instituciones, sino que da lugar a toda una cultura que reproduce sus vicios: música, iconografías (formas de vestir), arquitectura kitsch, formas funerarias y hasta una religión, la adoración a la Santa Muerte y al santo bandido (Malverde). Las personas son llevadas al extremo envilecimiento o a la bestialidad, en especial los jóvenes.
El costo de la guerra contra las drogas es inconmensurable. Decisiones fatales de la clase política no resuelven los problemas públicos existentes, pero sí generan otros. Afortunadamente, las voces calificadas en favor de abandonar ese fatídico error son más. Ahora mismo se incluyen las recomendaciones de la Organización de Naciones Unidas. Empero, la tibieza de las autoridades es desesperante. Las evidencias contra dicha guerra prácticamente son aplastantes, junto con las pruebas irrefutables de su malignidad traducida en sufrimiento de miles de personas diariamente. La acción de gobernantes y legisladores es lenta, tímida y torpe.