l principio de Los hermanos Karamázov, cuando Dostoyevski presenta a Alexéi Fiódorovich, el héroe de la novela, señala un rasgo definitorio de la trama: De todos modos, sería raro exigir de los hombres claridad en un tiempo como el nuestro
. Trasladado a nuestro tiempo, al que vivimos ahora, sin ampliarlo –por un momento– a aquel con el que se establecen periodos históricos más largos, la observación resuena con fuerza.
Ubiquémonos, como un ejercicio de pensamiento, en la Europa de los atentados terroristas, los que se extienden hasta Turquía; en la de los millones de refugiados que fluyen desde el Medio Oriente y el norte de África. En las secuelas de la bárbara guerra de Siria, Irak, Afganistán y del perenne conflicto de Palestina e Israel. En donde muchos poderes meten las manos para sacar ventajas. No es, ciertamente, un tiempo de claridad.
Y ese rasgo no implica, por supuesto, que no haya información acerca de los hechos, o que se carezca de un conocimiento amplio de las condiciones sociales que definen estos conflictos. Tampoco significa que las posturas políticas e ideológicas no enmarquen distintas hipótesis, teorías o interpretaciones de los sucesos y sus repercusiones, sean éstas de índole local o global.
Pero de ahí no se sigue, necesariamente, que exista claridad y que ella suplante los claroscuros de la política y del mismo proceso histórico. Es posible advertir en muchas de las opiniones de expertos de todos los colores políticos y que se vierten como si fueran erupciones de lava del Vesubio, o del Paricutín, que el terror y su significado, sea cual fuere su origen, puede usarse como una manera de llevar agua al molino propio.
De uno y de otro de los extremos de la derecha e izquierda sobresale el hecho de que ante los profundos cambios que han ocurrido en las últimas cuatro décadas en las relaciones económicas, la producción y el intercambio comercial, en las condiciones del trabajo y el mercado laboral, en el proceso de creación y distribución de la riqueza y del ingreso, en los mecanismos de financiamiento, en la geopolítica, el desarrollo de la ciencia, la tecnología y las comunicaciones, se siga pensando dentro de los parámetros convencionales surgidos a mediados del siglo XIX.
De esto solo fluye un dogmatismo de derechas e izquierdas que contribuye muy poco a generar alguna claridad. Es un ambiente de confort que se vuelve estéril.
Adolfo Gilly escribió en este diario un artículo que destaca en la discusión y sobresale a las claras de ese confort. De él tomo dos argumentos. Primero, la ineludible frase de Rosa Luxemburgo que ante las condiciones de crisis al principio del siglo pasado señalaba que la alternativa era el socialismo o la barbarie. Gana la barbarie.
El segundo aspecto de dicho artículo es que Gilly, apuntando a las grandes posibilidades que tiene hoy la barbarie, cita con aprobación la postura de una pequeña organización socialista de Bélgica que fija la mira en un par de asuntos cruciales. Uno, la denuncia firme de los cobardes atentados terroristas de la semana pasada en Bruselas. En esto no puede haber concesiones. Dos, el llamado a la vigilancia democrática en contra de la reacción asentada en el establecimiento de una seguridad bélica y racista, a un combate al terror basado en el terror. Aquí tampoco cabe concesión alguna.
Lo que se desprende de este manifiesto es un asunto que parece simple y que está, no obstante, cargado de complejidades. Se trata de la decencia como rasgo esencial en la sociedad, de una y otra de las partes. Y ese valor es posible trasladarlo a todos lados, por supuesto a México, con su rampante violencia física y política.
La falta de claridad a la que aludía Dostoyevski y que se puede trasponer al entorno general de nuestro tiempo, no debe confundirse con una perplejidad esencial que conduzca al escepticismo, a la pasividad intelectual o la inacción.
En todo caso vale la pena retomar la actitud de Hanna Arendt que fue muy criticada y vilipendiada, sobre todo por sus ideas acerca de la banalidad del mal. Pero supo cómo pensar contra sí misma, cuestión sumamente difícil y, con integridad intelectual, tomar una determinada perspectiva de los sucesos históricos que vivió y, así, plantearse de manera determinante la necesidad de desconfiar de sus primeros pensamientos y sus preconcepciones, de sus reacciones iniciales ante los hechos, esas que finalmente suelen ser una ilusión.