l miércoles pasado la clarísima luz parió la primavera y me dejó ciego al salir de mi casa. La luz besaba las piedras frías y se enroscaba en un chipi chipi que las tornaba amarillas y blancas. La luz era tan fuerte que sólo se amansaba al cruzar la calle. En la san-angelina Altavista la luz se convertía en boquete del tragaluz en la encendida pupila de unas niñas que esperaban el camión escolar, mientras una vieja perra se retorcía y trataba de escapar de la luz digna de una obra de Luis Barragán, el arquitecto.
En los jardines las rosas y claveles se recostaban en las paredes junto a los limoneros llevándose la púrpura de los geranios y el secreto de sus misteriosos coloquios que se me perdían en la historia de los ancestros; rumbo morado, sombra del triángulo donde se esconde la luz. Esa primera luz que me había quedado impresa y recreaba esta nueva que de golpe me estremecía y de golpe se volvió oscuridad, vida-muerte.
A pesar de que ya no existe el temor de que ya no salga la luz, es como si no se le viese más y todo se convirtiera en un fluir que es un no pensar, un no saber, un no sentir, un sueño, un sueño eterno contra el que se establece una oposición, sabiduría indígena para rehuirlo, quebrarlo con los espíritus, los demonios, los duendes que ante movimientos como la mañana luminosa a pesar de la modernidad aparece en toda su intensidad y aparece nuestro pasado prehispánico magnífico y esplendoroso.
Necesidad de magia, definición para que aparezca la luz y busque a su amada oscuridad para parpadearle cual semáforo raudo y majestuoso, en mar que la azula, barca que bogue, miel que la endulce y canto que la arrulle, porque nada garantiza que la luz aparezca y la convierta en piel de suavísimo capullo y le gane una milésima de segundo al tiempo y al espacio, para que las fantasías se iluminen en las sombras del inconsciente inclinado, respetuoso, ante la muerte del sol; enamorado, asombrado y temeroso sienta el cambio que ha ocurrido, perciba diferente y viva otro mundo desconocido, misterioso, inimaginable que no encaja en la citadina modernidad. Porque este enamoramiento no es una meta, no tiene objetivos: sólo puerta abierta, sensación sólo comparable a la incomprensible muerte, fuerza natural, ola de fondo, temblor de tierra, desbordarse de río, frenético brotar de la llama, fuego capaz de acabar con todo.
Y es que al torrente solar no se le puede pedir que sea nada porque el torrente nace solo y no se encauza, sólo se azula. Y si, a pesar de todo, quiere volverse nostalgia, ritmo perfecto, hay que desviarlo hacia el interior, que no sabe de reglas ni de métodos ni de modales, sólo fuerza brutal de búsqueda que se escapa y perdura con incontrastable vialidad frente a todo ritmo, voluntario y estudiado y se detiene al borde del abismo de insondable profundidad que se inicia y nadie sabe sus orígenes ni adónde va.