a rebelión de masas en Estados Unidos no es ya simple fumarola ideológica de alucinados izquierdistas. Por estos días de precampañas electorales el fenómeno en ese país parece tomar densa realidad. Los más de 30 años de vigencia del modelo neoliberal (finales de los años setenta al presente) han dejado cruentas heridas en el cuerpo y el ánimo de extensas capas de la población. El desmesurado, como inducido, proceso concentrador de los ingresos, las decisiones y oportunidades en una muy reducida capa social han dejado un cúmulo, por demás notable, de afectados. No es posible ya ocultar la dañina relación directa entre la riqueza de unos cuantos y las penurias, marginación y la pobreza de las mayorías. Y es este rejuego de hechos lo que viene ocasionando el surgimiento de un descontento generalizado. Descontento que se ha bifurcado en dos grandes corrientes: una apunta hacia la derecha del espectro político y, la otra, hacia la izquierda. Ambas parecen, por ahora al menos, si no dominar sí, cuando menos, catalizar el ambiente electoral.
Quienes se sienten agraviados y han optado por agruparse a la derecha, le añaden también fieros acentos de exacerbado patriotismo. Otros se refugian en tradicionales pulsiones religiosas para matizar sus posturas reivindicadoras. Pero la fuerza principal la extraen de los muchos miedos prevalecientes en el ánimo colectivo, así como crecientes frustraciones incrustadas en esa gruesa capa de trabajadores (incluyendo a los millones de desempleados) de bajos ingresos y escasa educación. La aparición del multimillonario Donald Trump –ya toda una celebridad mediática anterior– ha irrumpido con aires avasallantes en este congestionado panorama de la contienda en curso. Es él quien ha coagulado, para su provecho, la mayor tajada de apoyadores integrantes de dichos afectados. Tras sus resonantes triunfos en primarias y caucuses (Nueva Hampshire y Carolina del Sur), Trump ha emprendido una ruta que bien puede llevarlo a ganar la nominación republicana.
Después del inicial desprecio hacia su persona y prevalencia en la contienda se ha dado paso a una precavida actitud que raya en franco temor por su posible éxito. Lo cierto es que hay un cambio de expectativas que impulsa con fuerza creciente su candidatura. Ahora se le toma en serio y obliga a refinar el análisis de las causas y los efectos de su destacada presencia en la pelea por la presidencia. Pocos apuestan ya por su fracaso a pesar de las variadas razones efectivas que soportaron sus predicciones negativas. El margen con que ha salido avante Trump sobre los demás republicanos apuntan a respaldos de consideración que no desaparecerán de improviso. Por el contrario, se fortalecen con el paso de sus desplantes, groserías, cortedad de lenguaje y abundantes fanfarronadas. Su eslogan de rehacer la grandeza de Estados Unidos lleva adheridos ribetes de revancha y soberbia que suena apetecible entre los muchos que por ahora se sienten acosados por múltiples rivales y enemigos. La desconfianza y hasta el rechazo a los políticos de corte tradicional (élite de Washington) es un elemento adicional a sus apoyadores.
Ante el progreso de su tentativa se arraiga la intención de descarrilar a Trump. La dirigencia en pleno del Partido Republicano (GOP) quiere entrar a escena, aunque tienen serios resquemores de las consecuencias derivadas. Los republicanos que han ocupado planos secundarios (Marco Rubio y Ted Cruz, actuales senadores de ascendencia cubana) han iniciado movimientos para forzar el retiro de todos, o de algunos, que aún siguen con aliento en el proceso electivo (J. Kasich y B. Carson). Esperan que sus votantes se trasladen a cualquiera de los dos senadores (MR o TC). Pero todo esto forma parte de un tinglado que dista de materializarse.
La otra corriente, la que emerge por la izquierda, se arremolina alrededor del senador por Vermont, Bernie Sanders. Este viejo judío de origen polaco (74 años) independiente y ahora compitiendo por la candidatura demócrata, ha propiciado lo que él llama revolución política. Se trata de despertar la conciencia de todos aquellos ofendidos por la desigualdad impuesta por el sistema establecido e ir en pos de su transformación. Se puntualiza a ese sistema diseñado por unos cuantos para acaparar todo lo que aparezca a su derredor, fundamentalmente bienes, poder y oportunidades. El discurso de Sanders, sostenido y congruente durante su larga carrera pública, ha llegado a los oídos y los impulsos reivindicativos de una juventud inquieta, educada y opositora a toda forma de desigualdad. Amplios contingentes de jóvenes lo siguen, apoyan y votan por él. Forman el activo núcleo de su campaña. Pero, al parecer, este formidable ejército no es suficiente para ganar la candidatura demócrata, menos aún la presidencia, tal y como su oponente –Hillary Clinton– le mostró en dos de las primarias efectuadas. Los jóvenes (18 a 34 años) integran el grupo de edades que menos acuden a las urnas. Los viejos (más de 64 años) y los de edad madura (35 a 64) son los que votan, inclusive en mayor proporción a su efectiva representación poblacional. Sanders pretende, para subsanar su debilidad actual, movilizar a las minorías, todas ellas afectadas (afroestadunidenses y latinos principalmente) por la desigualdad imperante. De lograrlo sus posibilidades de triunfo aumentarán considerablemente. En Arizona probó que aquellos jóvenes de ascendencia latina lo han oído, no así la comunidad afroestadunidense todavía seguidora de la senadora por NY.