espués de un intento de formulación académica que no pudo efectuarse por falta de quórum, situación explicable en parte debido a la actual tendencia a las hiperespecializaciones que se procuran prácticamente en todos los ámbitos, sostuve una conversación con tres jóvenes, dos de humanidades
y otro de la Facultad de Ciencias.
Intentaba explicarles que hoy se da una casi prohibición de la palabra estilo
en los terrenos de la estética y de la historia del arte y que eso en lo personal solía provocar dificultades en cuanto a los medios explicativos e incluso respecto de las recomendaciones bibliográficas.
Recordaba que tiempo atrás resultaba de utilidad la lectura de un libro de Hartmann que trataba de los estilos arquitectónicos, pero que tal cosa carecía ahora de vigencia. Eso me llevó a la localización de un texto de Meyer Schapiro, que Ediciones 3 de Buenos Aires publicó en una separata. Se titula simplemente Estilo. Releí de cabo a rabo y me pareció que en efecto no resolvía lo que hoy entenderíamos por estilo
, sea que lo aplicáramos a análisis de imágenes en lo colectivo que en lo individual.
Se indicó que el descrédito vinculado a ese término desde hace lustros puede deberse a su inflacionaria aplicación en otros ámbitos, entre los cuales destaca que suele entenderse por estilista
no a alguien que busca soluciones para que la ornamentación de una complicada pieza de barro no se quiebre o se descomplete al ser horneada o a que una esbelta columna no pueda sostener la sección de bóveda o entablamento que le corresponde, sino al modo en que deben efectuarse los cortes de cabello –no por cierto fundamentalmente entre usuarias femeninas– sobre todo entre hombres por lo general muy jóvenes.
Hoy un estilista
es alguien que se ocupa de efectos que acentúan, disimulan o exaltan características físicas, cosa que desde luego puede tener que ver con la expresividad, no sólo con la moda. Y la aplicación es correcta.
Recordando a través de Schapiro y de otros autores (Jan Bialostoky, por ejemplo), el uso inicial de la palabra que etimológicamente proviene de un instrumento para incidir (de aquí el término “estilográfica) debemos admitir que en principio proviene de la biología y aplicado a las artes vino a sustituir el término maniera
, sustitución debida en parte a que los estudios desarrollados por Dvorak (no el músico) Focillon y otros sobre el periodo postrero del Renacimiento, que aún no es barroco
y que entre nosotros ha estudiado con especial insistencia Jorge Alberto Manrique, resaltaría la natural afinidad entre maniera
y estilo
, tanto que el manierismo se define como el estilo estilizado
(Schearmann).
Los vocablos tienen funciones específicas y éstas pueden ser históricas y perdurar más o menos tiempo. Los términos manera
(equivalente aproximado, pero no exactamente traducción de maniera
en lo verbal) y estilo
siguen siendo de uso común y lo demuestro transcribiendo unos renglones extraídos de la página 15 del número del 12 de febrero de este mismo diario. Va así: El papa Francisco “utiliza una manera sencilla de comunicación. Habla de manera directa y simple…” No utiliza “el estilo mesiánico de Juan Pablo II…” (son palabras de Bernardo Barranco).
Otro ejemplo que puede venir al caso: hay exactas coincidencias morfológicas entre la calavera que aparece en la fotografía que vi de un mosaico pompeyano y la cabeza de La Catrina de José Guadalupe Posada, en versión de Diego Rivera, en el mural de La Alameda. Admitamos que ¡claro!, las calaveras esquematizadas de frente pueden parecer muy similares unas a otras, ya sean polacas, mediterráneas o guanajuatenses. Sin embargo, las similitudes en cuanto a representación no bastan para configurar un estilo
en el aspecto colectivo, un estilo digamos como el que priva en los personajes de Abraham Ángel, en la ornamentación art nouveau o en las grecas prehispánicas.
No obstante entre la calaveritas dibujadas por Sergio Hernández y las que configuró Manuel Marín en su reciente tzompantli hay muchas diferencias, aunque todas estén vistas de frente. Estilo
no es un término que pueda desecharse con facilidad. Se nos dificulta encararlo y connotarlo, dado lo cual, lo más fácil es objetarlo.