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Entre extravíos y emergencias: sobre el estado del mundo
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rasil moviliza más de 200 mil soldados para erradicar los focos de mosquitos y distribuir repelentes antinsectos a cientos de miles de mujeres embarazadas. Así consigna El País (27 de enero) la reacción del gobierno carioca ante una epidemia conocida en sus perfiles, pero por lo visto desconocida en cuanto a sus capacidades disruptivas y corrosivas sobre el orden social y la población en su conjunto. Lidiar con el dengue se había vuelto una costumbre mal habida, pero asumida; ahora, el impacto del virus del zika parece ir más allá de lo previsto o conocido.

En México cada año se movilizan cientos de miles de personas, muchas de ellas del sector público vinculado a la salud, para llevar a cabo las campañas de vacunación, que van de las triples bienaventuradas para los niños a las que buscan prevenir enfermedades como la influenza y la neumonía. Hace cinco años, el país entero se puso en guardia contra una inédita amenaza de influenza; protegió a los más débiles y evitó que una pandemia adquiriera carta de naturalización entre nosotros.

Si el gobierno se excedió o no, será una cuestión que los expertos en salud pública y epidemias algún día diluciden para todos nosotros. Por lo pronto, podemos decir que con todo y todo nos pusieron a salvo, sin que tal operación salvífica nos causara demasiados problemas.

Pero no todos los virus que nos visitan atentan contra el organismo biológico; algunos lo hacen contra el cuerpo social y se han vuelto tan endémicos como algunos de los primeros. Así, la autoridad monetaria, encarnada por el ahora activista gobernador Agustín Carstens, nos habla de emergencia y da la voz de alerta. Recurre a nuevas metáforas, esta vez marineras, refiriéndonos al mar picado que no puede sino propiciar incertidumbre, inestabilidad, volatilidad de monedas y finanzas.

Qué bueno que así lo haga la autoridad más celestial de que nos hemos dotado en esta fase poslaica de nuestra evolución política. Esperemos que este mar picado que quita el sueño al banquero central no sea una primera señal de que un mar de fondo acumula energía, para luego volverla oleaje furibundo. Esperemos también que, sobre todo, las naves amarradas o fondeadas en el puerto se preparen para encarar corrientes agresivas y pongan proa al viento del este o del oeste, a fin de evitar que el ventarrón nos condene a navegar en círculos o a encallar.

Por lo pronto, digamos con Agustín: “Yo no soy marinero… por ti seré, por ti seré, por ti seré”.

¿Y qué quiere decir todo esto para nosotros, quejosos damnificados de una crisis de estatalidad que serrucha el piso siempre endeble en el que hemos estado parados y no acertamos a desmontar los laberintos y acertijos malditos que una demasiado larga y poco o nada generosa transición nos ha legado?

En primer término, que Estado hay y puede ponerse en movimiento en favor de empeños positivos y bienhechores para la mayoría, sin que haya que pasar por aduanas y fronteras de inspección, mojoneras inevitables del orden público consagrado como democrático. Que, como resultado de una orden, decreto o instrucción ejecutiva muchos recursos humanos, materiales, financieros, pueden ponerse en movimiento para atajar una emergencia destructiva y buscar algún tipo de concierto y estabilidad en la vida social, sin tener que afectar negativamente el precario orden político que países como los nuestros creen disfrutar.

La emergencia sanitaria, monetaria, económica, es real, aunque sus alcances no sean del todo mesurables o predecibles. En nuestro caso es muy probable que pronto el gobierno se vea impelido a movilizar tropas y otros servidores públicos de a pie para salir al paso de una circunstancia presente y conocida, pero soslayada tanto por la soberbia de algunos expertos como por fatuas consideraciones sobre el interés o la seguridad nacional.

Lo menos que puede decirse por ahora es que se requiere de un esfuerzo mayor para informar y educar a la población de una amenaza real e inminente, porque en esto, como en muchos otros aspectos de la vida, la globalidad es una realidad que no respeta fronteras ni criterios obtusos para definir el interés nacional. Lo que tal vez sea más importante para la reflexión que urge desatar es la muestra de que algunos de los resortes estatales sembrados en las primeras décadas del siglo pasado siguen vivos y hasta pueden colear, para dar cuenta de una vitalidad que podría ser la simiente de una nueva empresa nacional de recuperación de la idea de Estado, para así pasar a idear y diseñar una estatalidad a la altura del reto globalizador que ahora se presenta como ínfimo mosquito o artera devaluación.

Puede irrumpir como ciclón devastador, fruto ominoso del cambio climático y el deterioro infligido por la especie humana al resto del entorno, o como obsequio envenenado de un orden financiero internacional colonizado por los poderes hiperconcentrados de Wall Street, disfrazados de hombres de las nieves cada enero. O bien, mantenerse en el ejército de reserva para las estrategias de miedo que de tiempo en tiempo nos recetan las oligarquías.

Poner en movimiento estas energías acumuladas y no del todo corroídas, como las mencionadas, no es algo que pueda hacerse por simple voluntad ni todos los días. Sin embargo, es indispensable arriesgar y explorar iniciativas de recuperación y reinvención del Estado si se quiere sobrevivir la nueva fase de una globalización que, como fiera herida, busca restaurar una hegemonía, nunca bien afirmada, pero ansiosa de reconocimiento y obediencia por parte de las mayorías planetarias a las que sus excesos y abusos dañaron con exceso y sin compensación alguna.

Las señales de esta globalización golpeada y maltratada por sus propios extremos están hoy en todas partes y nos hablan de una perspectiva dolorosa, sin crecimiento económico suficiente ni capacidad alguna de recrear instituciones de protección y alivio para los más débiles y vulnerables. Quizá llegó la hora para que el doble movimiento de la sociedad, que esperaba Polanyi, haga su aparición y busque expresarse de múltiples y desconcertantes formas, a través de los Bernies Sanders o Jeffreys Corwins que en el mundo han sido.

Aquí, en la región más opaca del globo, todavía se regodean los ignaros y los acomodados de siempre, o los recién llegados al reparto del acomodo, que reclaman reconocimiento y obediencia, pero de que va a cambiar no debe haber duda.

Si los Estados macilentos movilizan soldados y enfermeras que conviven con las poblaciones débiles y enfermas y hacen que el góber Carstens baile la bamba con sus metáforas marineras, también tendrán que poner un hasta aquí a tanta necedad oligárquica, como la que nos ha inundado y quiere ahogarnos.