l escritor francés Michel Tournier, quien acaba de morir en su casa, situada en un pequeño pueblo de la campiña francesa cerca de París, nació en 1924. Así, habrá atravesado todo el siglo XX, tanto sus dichas y triunfos como sus desdichas y desastres. Su obra se señalará por esa doble faz de lo mejor y lo peor, dos tentaciones perpetuas de la especie humana.
Sin embargo, Michel Tournier había escogido lo mejor. Basta leer las palabras escritas en una de las libretas donde anotó sus reflexiones durante la última época, cuando ya no escribía novelas y se satisfacía con trazar sobre el papel las ideas que le venían a la mente: Je t’ai adoré. Tu me l’as rendu au centuple. Merci, la vie (Yo te adoré. Me la devolviste (esa pasión) centuplicada. Gracias, oh, vida). Estas son las palabras que serán esculpidas en la lápida de su tumba, según su elección y su deseo, en el cementerio de su pueblo, donde reposará. Magnífico adiós a la vida, saludada con un reconocimiento infinito. Saludo que permite a San Pedro abrir las puertas del Paraíso, la cual no se abre a los ingratos.
En 1970, a los 46 años, este escritor publica una novela, Le roi des aulnes (El rey de los alisos). El libro obtiene el premio Goncourt por unanimidad del jurado. Asunto raro, o más bien normal, que los miembros llamados a juzgar una obra se pongan de acuerdo entre ellos, cuando pertenecen a la especie humana donde el amor es tan cercano al odio que es, en ocasiones, distinguir uno del otro.
Es justamente el talento de Tournier jugar con esta inversión permanente.
El rey de los alisos tiene de telón de fondo los horrores de la Segunda Guerra Mundial en Europa. Desde luego, el título de la novela hace referencia explícita a la célebre balada alemana y al poema de Goethe. La creatura evocada es un Erilkönig, el rey de los alisos, figura maléfica que asuela en los bosques y atrae a los viajeros hacia su muerte. Un hombre carga un niño en sus hombros. El niño cree ver en la oscuridad la siniestra figura. El padre trata de convencerlo de que es sólo la neblina que rodea
. El hombre corre hacia una granja, donde descubre a su hijo muerto.
¿Lo ama de veras? ¿Y qué significa este amor? Un deseo, pero, ¿qué deseo? ¿El de proteger al niño, deseo paternal y generoso, o más bien el de experimentar a su costa sus peores fantasmagorías que una sexualidad enfermiza puede experimentar a un adulto? Tournier evita expresar sus juicios. Debe, al contrario, mostrar lo que ha visto, lo que ve, y que las explicaciones y los juicios impiden ver. Esa es toda la diferencia entre un escritor y un fabricante de novelas. Balzac, Dostoïevsky, Dickens, Rulfo, no explican nada, no juzgan nada, muestran. Tournier tiene la misma ambición. La Historia nos dirá si logra realizarla. Al menos, habrá colocado su barra lo bastante alto. Ahora, cuando Tournier nos ha dejado, es un placer reconocer en él, en su vida, su obra, un hombre de gran calidad y un legado impecable.
Tournier tuvo la pasión de la fotografía y fue también bastante buen fotógrafo. Podría interrogarse sobre el sentido de esta pasión en un novelista. Devorado por la pasión de ver y mostrar, escribir, para Tournier, para un escritor, sería, así, la voluntad de ver. Todos somos, si no ciegos, al menos tuertos. Algunos, artistas, poetas, novelistas, pintores, escultores, músicos, arquitectos, dramaturgos, cineastas, nos ayudan a ver. Es el generoso regalo que hacen los verdaderos creadores. Si poseen genio, más que un regalo, es un milagro. Dejemos los elogios ditirámbicos a los especialistas de homenajes oficiales y de oraciones fúnebres: el único homenaje es leer su libro, mirar su pintura, escuchar sus notas, contemplar sus monumentos, ver sus películas, asistir a sus puestas en escena teatrales. En silencio. Con los ojos abiertos. No se crea que el creador no sufrió para hacer este regalo. Tengo la convicción de que algunos murieron para realizarlo. De fatiga. De pasión.