stas preguntas, cuando se formulan respecto de las intenciones de un gobierno, resultan cruciales para la evaluación de los objetivos y resultados. En los recientes años durante los cuales el modelo neoliberal ha sido hegemónico la experiencia aclara, con holgura, el propósito de su aplicación. No hay ya la menor duda de a quién beneficia y, por el contrario, a quiénes perjudica. Para estos últimos lo abultado del número de damnificados apunta, aquí y ahora que son, en verdad, los sujetos del devastador daño. Para señalar a los primeros no puede haber confusión: es a una muy concreta minoría, el ya famoso 1 por ciento. Por la enjundia y el cinismo con que los distintos gobiernos llevan a cabo su tarea, se les debe extender un pliego de reconocimiento absoluto: su congruencia para beneficiarlos es consistente, total y continua. Todas sus acciones y pensamientos se dirigen a sus beneficiarios permanentes: los de arriba, ese compacto patronazgo directivo al que, en lenguaje llano, se le cataloga como plutocracia.
Es por este somero pero vital motivo que algunas naciones sudamericanas durante la pasada década han llamado la atención y la furiosa animosidad de ciertos grupos específicos: esos que desean con todos los medios a su alcance asegurar la continuidad de lo establecido. Una tendencia de cariz derechista que raya en obcecado fundamentalismo. El distintivo que ostentan tales naciones disidentes, con todos sus avatares colaterales, titubeos, cegueras y fallos, es su primaria decisión de mirar hacia debajo de sus respectivas sociedades. Intentar ver ahí donde se apiñan los menos favorecidos, los más necesitados de atención que, en buenas cuentas, son los más. Trabajar con la mirada puesta en esas mayorías es, sin duda, iniciar la reversión de las incontables injusticias a las que, por largo tiempo (centurias a veces) han sido sometidos sus amargos destinos. Asunto muy distinto es atender casi en exclusiva las exigencias de los privilegiados en exceso. Tal actitud, por el contrario, se predica como responsable, lo conducente y apoyado en la ley, lo marcado por las buenas costumbres, eso que –alegan– introduce estabilidad en el sistema. Dirigir la atención, que se torna panorámica y fija, a ese atrincherado núcleo de familias situado en la mera cúspide de la pirámide poblacional es, de acuerdo con la narrativa oficial, alentar la inversión, permitir la creación de riqueza y extender el bienestar. Un propósito fingidamente altruista y positivo que, al fijarse como política de Estado, parece no tener límite en los afanes de concentrar, con impertérrito ahínco, riquezas y oportunidades para los pocos.
Para los que disienten de la normalidad acostumbrada y abren un paréntesis en la forma de gobernar se les dedican cuantiosas horas de apabullante propaganda y denuestos, bulas de exclusión terminantes, presagios de fracaso inevitable y muchos epítetos adicionales. No puede haber futuro para ellos en esta orgía de acumulación de riqueza en las cúspides del poder, en especial ese grupillo de financieros globales, aliados locales y adláteres defensores.
En tiempos recientes es notable el esfuerzo por desacreditar a los gobiernos de esas naciones sudamericanas transgresoras (al mínimo) del modelo neoliberal. Se usan varios argumentos en su contra. Los más comunes son de corte económico: ralo crecimiento en estos dos últimos años, alta inflación, escasez de satisfactores básicos y endeudamiento público. Se le añaden otros como oposición creciente, coacción de libertades y pérdidas electorales merecidas. De esta manera, se enjuicia a Brasil, donde Dilma Rousseff, se dice con tufillo de pena ajena, está sitiada. Un país donde parece periclitar su fama de prometedora economía emergente; se destaca el triunfo de Mauricio Macri en Argentina y su decretada vuelta a los mercados; la derrota del chavismo es un punto central de la embestida con la tajante condena a la habilidad del presidente Maduro aparejada; la incapacidad de Bolivia y Ecuador para industrializarse y no depender de sus exportaciones de materias primas. Toda una letanía de aseveraciones subsiguientes basadas en datos estadísticos duros. Se soslaya, en todos estos casos, el bienestar logrado durante los pasados 10 años de bonanza que permitió incrementar salarios, ingresos, participación y consumo para que las masas brasileñas pudieran escapar de la pobreza. Los argentinos pudieron superar su profunda crisis social (¡váyanse todos!) heredada del insigne vendedor de todo (Menem) o llevar a juicio a las criminales dictaduras que permanecían impunes. La dignidad recuperada de los indígenas bolivianos y ecuatorianos poco se muestra en medios porque, a fin de cuentas, son naciones marginales. A los innumerables indicadores que describen el bienestar alcanzado por los venezolanos (salud, educación, vivienda, alimentación) se les intenta cuestionar su validez, aunque se apoyen en agencias de asentado prestigio (ONU, Cepal).
Para rematar el alegato de la derecha continental, la apabullante propaganda se empeña en destacar, como caso excepcional, el avance del PIB mexicano en este pasado año y su pronóstico positivo para 2016. Se pone énfasis en tal dato para distinguirlo de la situación brasileña o venezolana donde hay y habrá recesiones. Pero no se atiende la validez y legitimidad electoral que, a pesar de tensiones y denuestos, la sudamericana es, por mucho, de mejor calidad y menor costo que la mexicana. Las bases sociales tanto de Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador o Venezuela que respaldan a sus respectivos gobiernos les aportan legítimos apoyos para hablar y actuar en nombre de todos. En México, con un ralo 30 por ciento del electorado (y cayendo), el PRI impone la continuidad de un modelo que ha sido crecientemente rechazado por una mayoría opositora.