os constituyentes de 1917 decidieron hacer una nueva carta que al mismo tiempo conservara la majestad y capacidad cohesionadora de la Constitución de 1857, y fuera fundadora, a la vez que restauradora, de la República. De lo que se trataba en Querétaro era de restablecer el orden constitucional roto por el presidente Díaz y dar cauce a nuevas formas de relación entre los poderes, entre éstos y la sociedad y sus fuerzas primordiales y auspiciar formas eficaces de cohesión social para una comunidad en revolución.
En palabras de Diego Valadés, estas eran y son las funciones básicas de todo régimen constitucional, cometido que demostró ser capaz de cumplir aquel configurado al inicio del siglo XX. Hoy, siguiendo a nuestro destacado jurista, tenemos que preguntarnos si lo que tenemos y entendemos por Constitución es capaz de cumplir satisfactoriamente con dichas funciones y, además, dar cauce a la evolución política del pueblo mexicano, como decía Justo Sierra, en abierta y congruente clave democrática.
La respuesta es negativa, a pesar de las apariencias de orden público y estado de derecho que usufructúan y manipulan con exceso los poderes de la política y la riqueza. No hay una eficaz regulación entre los órganos del poder constituido, a pesar de, por ejemplo, la relevancia alcanzada por la Suprema Corte en los últimos 20 años. O de la implantación y dominio del pluralismo partidista en las cámaras del Congreso de la Unión y la mayor parte de los congresos estatales. O del despliegue de libertad que se vive en los medios de información masiva.
Tampoco hay una buena regulación de las relaciones entre los poderes y el resto de la sociedad. El vaciamiento de la vida colectiva, en especial en los espacios donde se tejen y concretan las relaciones sociales fundamentales entre el trabajo y el capital, impide que tales vínculos entre el Estado y la sociedad se desenvuelvan productivamente, mientras que la cohesión social se nos presenta cuarteada y fracturada, sin que nadie pueda hoy día pretender que en la Constitución realmente existente haya los mecanismos mínimos para propiciar y conservar, no se diga enriquecer, dicha cohesión.
La sociedad mexicana carece de vasos comunicantes entre los poderes y entre éstos y las bases sociales; así, la Constitución se ha vuelto instrumento de dominación y justificante de una abierta y ominosa separación de la política y los políticos respecto del resto de las comunidades que le dan sentido a la nación. A diferencia del pasado, nadie osa apelar o acogerse a la Constitución y aquellas bases a las que quería otorgarles sentido y dirección viven una orfandad institucional y de discurso político donde no puede gestarse sino una amenazadora anomia. Hobbes bajo el volcán y los ecos de los constituyentes, del 57 y del 17, aprisionados por los muros fríos de recintos sin alma ni reflejos históricos.
Aquí no hay memorias del porvenir, porque se ha renunciado a la historia y al sueño; so capa de un realismo elemental y corrosivo, se vive al día aludiendo todo el tiempo a los veredictos de la globalización y las restricciones provenientes de un ilusorio nuevo orden internacional donde se teje de día y se desteje de noche toda pretensión cohesionadora de un planeta en efecto globalizado pero ostensiblemente sin control de sus pulsiones más primitivas. De aquí la pertinencia dolorosa de hablar de una tercera guerra o de ver los Acuerdos de París sobre el cambio climático como una última o penúltima llamada a la racionalidad cósmica.
El realismo corriente que nos arrincona sólo puede disolverse y trocarse en clamor colectivo por un cambio si el reclamo de un nuevo orden va más allá, desde el principio, del maquillaje electoralista que se nos ofrece como sucedáneo de la política constitucional que esta hora de México exige. De aquí la importancia del llamado de Cuauhtémoc Cárdenas y sus compañeros de Por México Hoy a reflexionar con rigor y vigor sobre el tema constitucional como condición para refundar una política democrática que se gastó antes de tiempo y quedó atrapada en los soliloquios insolentes de los transitócratas y los sonámbulos de una pluralidad sin contenidos ni consistencia, mucho menos alcances objetivos y adjetivos.