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Nosotros ya no somos los mismos

El pecado original económico

Filantropía: giro de negocios redituable

Exponentes de la producción personal y ajena

L

a acumulación originaria del capital. En 1859, dos pensadores alemanes, obsesionados en demostrar que insistir en buscarle tres o cinco pies a un felis sislvestris catus no era sino una burda maniobra dentro de la secular lucha de clases, escribieron: La acumulación originaria viene a desempeñar en la economía política el mismo papel que desempeña en la teología el pecado original.

“La leyenda teológica nos dice: en tiempos muy remotos había de una parte, una minoría trabajadora, inteligente, ahorrativa, y de la otra un tropel de descamisados, haraganes, que derrochaban cuanto tenían y aún más. Es cierto que la leyenda del pecado original teológico nos dice que el hombre fue condenado a ganar el pan con el sudor de su frente; pero la historia del pecado original económico nos revela por qué hay gente que no necesita sudar para comer. […] Así se explica que mientras unos acumulaban riquezas, los otros acabaron por no tener ya nada que vender más que su pelleja. De este pecado arranca la pobreza de la gran mayoría, que todavía hoy, a pesar de lo mucho que trabajan, no tienen nada que vender más que sus personas.” Si alguien no está de acuerdo con estas apreciaciones no me responsabilicen de manera personal. En la etapa del sarampión ideológico las leí en el capítulo 24 del título primero de este best seller conocido como El Capital.

La autóctona acumulación originaria del capital. Un siglo antes de que el dúo dinámico formado por Karl Marx y Federico Engels, nos brindaran su teoría en torno de la acumulación originaria, ya una familia de gachupines, no de españoles, se había aposentado en el lugarcito del estado de Puebla llamado Tepeaca. Al poco tiempo, tal vez una simple generación de modestísimos transterrados se convirtieron en capataces, y luego en encomenderos. Eran la minoría trabajadora, ahorrativa que se aprovechó del tropel de descamisados, haraganes que derrochaban cuanto tenían (¿habrán tenido?)

En abierta oposición al postulado bíblico que condenaba al hombre a ganar el pan con el sudor de su frente, se dio el fenómeno que muchos años después causa los desvelos de don Thomas Piketty: la minoría (cada vez más minoritaria) , de la gente que no necesita sudar para comer.

Luis Barroso es el patriarca. Devoto de la producción personal y ajena. En la primera hay que anotar la progenie de siete hijos. Por supuesto con la esposa seleccionada dentro de la elite de los poseedores: otra modalidad (a veces grata), de acrecentar la acumulación. En la otra, según datos de la investigadora de la UNAM, Eunice Ruiz Zamudio, el acumulador originario, Barroso, se dio tiempo para crear algunas sociedades mercantiles: 21 manufactureras, 16 mineras, 12 fraccionadoras, siete agrícolas, tres bancarias, dos de transporte y dos de cualquier otro tipo: total, 63 empresas surgidas durante 25 años

¿El trabajo estajanovista de un hombre o de una amplia y laboriosa familia, podrían conseguir este emporio sin la colaboración de los descamisados y haraganes lugareños? Pues la acumulación se acrecentó con la celebración de otro tipo de sociedades muy redituables también, llamadas matrimonio. Una especie de fusión de intereses que, en aquellos ayeres, ni necesidad tenían de convenios prenupciales pues la disolución de las mismas tenía de una sola posibilidad y de carácter totalmente definitivo y fúnebre. Uno de los siete vástagos del señor Luis Barroso, de nombre Guillermo descubrió otro redituable giro para sus negocios: la filantropía. Esta actividad, para que produjera apetecibles rendimientos requería de algunos insumos: en primer lugar, gente menesterosa, miserable, carente de los mínimos recursos para satisfacer sus elementales necesidades. Como sin este elemento esas hermosas cualidades del ser humano: filantropía, caridad, altruismo no podrían manifestarse, un diligente hombre de empresa(s) debió responsabilizarse de la existencia suficiente de esa indispensable materia prima. ¿Para qué afanarse en la edificación de hospitales si antes no tenemos la atingencia de producir los suficientes enfermos? Pues fiel a esta filosofía el señor Guillermo Barroso fue uno de los impulsores de la Cruz Roja Mexicana, en la primera mitad del pasado siglo. Su convicción de que si no eres socio mayoritario ni caso tiene, la traslapó a tan benemérita institución: su manejo fue de tal grado patrimonialista que la incluyó como parte de herencia a su hijo José.

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Guillermo Barroso fue uno de los impulsores de la Cruz Roja Mexicana, en la primera mitad del pasado siglo. Su convicción de que si no eres socio mayoritario ni caso tiene, la traslapó a tan benemérita institución: su manejo fue de tal grado patrimonialista que la incluyó como parte de herencia a su hijo José. Este último, en imagen de abril de 1995Foto La Jornada

La Cruz Roja Mexicana se convirtió, para este Beau Brummel de petatiux, en un eficaz instrumento de empoderamiento económico, político y social, en el ¡ábrete sésamo! que le dio acceso a territorios difícilmente accesibles. ¿A qué hombre de poder económico, por plebe y vulgar que fuera su origen (digamos los Alarcón), o a qué encumbrado político a quien pesara demasiado la cuna humilde y la ignorancia supina, exhibida en cada gesto y cada palabra (digamos los Gamboa Pascoe), no le resultaba baratísimo adquirir el estatus de benefactor y hombre de pro, por unos cuantos denarios? (Si digo dólares ya está para pensarse).

Este Barroso convirtió la filantropía en una especialidad del doctorado en blanqueo de sepulcros (y, posiblemente, en otros tipos de blanqueo), en lobby, cabildeo, celestinaje, relaciones públicas y marketing. Repartió diplomas, títulos y honores y recibió favores, concesiones e impunidad. Se le adelantó a don Octavio y se convirtió en El ogro filantrópico. Las páginas de sociales y las revistas del corazón lo beatificaban: obispo laico, le llamaron. Poco después se conocieron sus infamias y trapacerías: Siendo presidente de la CRM –dice Diego Ceballos de Inter Press– Barroso despidió, sin respetar sus derechos, ni averiguar la verdad de las acusaciones, a todos los médicos que las autoridades calificaban de agitadores.

Los sociólogos Érika Barrán y Javier Navarro nos relatan cómo el ex presidente de la Concamin, de la Cámara de la industria Cerillera, del Comité Promotor de la nueva basílica de Guadalupe y de la Orden de Malta, patrocinó un desagravio a la señora María, organizado nada menos que por el honorabilísimo Serrano Limón, dirigente de la fascistoide Pro Vida. El motivo fue la exposición de la obra del pintor Rolando de la Rosa en el MAM, que dio lugar a la destitución como director del mismo, del crítico Jorge Alberto Manrique. La injusticia resulta evidente: el único indiciado en la posible comisión de agravios en perjuicio de la señora María es don Espíritu Santo, quien nunca fue citado a declarar.

El hermano de este pillastre que es Serrano Limón, era presidente de Coparmex y Barroso miembro de su comité. Sí, Serrano Limón, fue el devoto, el cruzado de la moral cristiana, acusado de destinar el subsidio público que recibía en la compra de tangas para corroborar la impoluta pureza de las ninfuletas de la acción católica. Francisco Serrano era, además, director de la prepa La Salle.

Allí estaban enmacollados personajes como Carlos Abascal y Carlos Medina Plascencia, nacional e internacionalmente reconocidos como dos insignes intelectuales de pensamiento abierto y libertario, antípodas del Santo Oficio y de la inextinguible Santa Inquisición. Guías espirituales del devoto cruzado Juan Carlos, dirigente del grupo Testimonio y Esperanza, organizador de las anuales peregrinaciones de los jóvenes al Cerro del Cubilete. (Parece que últimamente de menguada asistencia, pues los pubertos se sienten más a gusto y seguros en las instalaciones del Sport City o el Hard Fitness Center, recién inaugurado por Madonna). Pero no es todo. Un dato final sería suficiente para condenar al hórrido Barroso, no a cadena perpetua, sino a la anatemización eterna: la noche del 2 de octubre de 1968, Barroso Chávez autorizó la entrega de jóvenes heridos, que se encontraban hospitalizados en los nosocomios de la Cruz Roja, a las diversas corporaciones, militares y policiacas. Lo concibo, apenas, en la Alemania de los 40.

Este fue el personaje que, durante muchos años se benefició con el ejercicio profesional de Octavio Rivas, el mismo trepador que por ingrato y convenenciero, privó a muchos mexicanos del talento, sapiencia y entrega de un excepcional médico, dedicado a servir a los descamisados.

Nosotros, los de entonces, los recordamos a ambos. A cada uno, en el lugar en el que su calidad humana les dio cabida.

Twitter: @ortiztejeda