í, las elecciones de junio son elecciones presidenciales. Lo son por los actores e intereses a dirimirse en ellas. Todos quieren despachar en Palacio Nacional. Los presidentes actores son Enrique Peña Nieto, Manlio Fabio Beltrones, Ricardo Anaya, López Obrador y Agustín Basave. Los intereses, nada menos que la Presidencia de la República 2018-2024 y el Poder Legislativo en su 64 Legislatura.
La opinión social ante todo lo propio de los partidos es de reprobación, desánimo y desconfianza. En seis meses de más torpezas y desaseos como parece, no será mejor. El gobierno federal navega en un mundo ilusorio, mientras la realidad clama y reclama. Desgobierno por la simulación e ineficiencia por la corrupción, impunidad, pobreza y desconfianza crecientes.
La naturaleza creciente de no pocos gobiernos locales es de trivialidad, ineficiencia y corrupción en el ejercicio del poder. Ése es el perfil de los gobernadores de Veracruz, de Oaxaca, Chihuahua o Quintana Roo, como lo fue hasta ayer el impune gobernador de Guerrero Ángel Aguirre. Si el desenfreno de los gobernadores no es un acto de tolerancia por parte del poder central, entonces qué lo sería.
Los cuatro partidos significativos están en ruina. El PAN, sin capacidad de adaptarse a gobernar razonablemente y así crecer, hoy sufre desprestigio y fracturas. El PRI, coagulado, trabado en su vejez, rechazando a sus bases juveniles, atorado en su ranciedad. El PRD, sufriendo el castigo del rechazo, dividido como siempre, traicionando todo lo que proclamó y, Morena, Morena… Ante ellos, como un remiendo, surge el independentismo, que además de ventanas abiertas es la prueba ácida del desastre político estructural.
Ningún partido ha propuesto argumentos de interés trascendente. Ante el estigma de corrupción, todos callan. Sólo se oyen dispersiones en discursos oportunistas. Un enigma de hoy es si mantendrán su insignificancia propositiva o serán capaces de reciclarse. Quizás es temprano para pedirlo o tal vez es ya tarde para todos y así sería tarde ya para el propio sistema.
La comunidad nacional, como en pocas ocasiones, ha acrecentado ya el sentimiento de reprobación a todo lo que huela a política y sus actores.
El pueblo, harto, tiene una clara identificación de nuestros males, pero aún no tiene ni voz reclamante ni propuestas serias y suficientes. No le ha llegado el tiempo; no obstante, sería lo mejor que le pudiera pasar al país.
Las elecciones de junio de 2018 se determinarán este año por el éxito o derrota en 12 estados. En orden de su aportación de votos, y por tanto de su importancia, esos estados son: Veracruz, Puebla, Oaxaca, Chihuahua, Tamaulipas y Sinaloa, y con menor efecto decisorio: Aguascalientes, Durango, Hidalgo, Quintana Roo, Tlaxcala y Zacatecas.
Se agrega a esa fórmula el nivel de descrédito de sus gobernantes, que colocados posiblemente en una escala descendente serían: Veracruz, del PRI; Oaxaca, del MC; Chihuahua, del PRI; Tamaulipas, del PRI; Sinaloa, del PRD, y Quintana Roo, del PRI. Los partidos obsesivamente ambicionarán sostener las gubernaturas ganadas o recuperar las perdidas. Es obvio que por razones de su pasado político priísta, de su peso concreto y del desprestigio de su gobierno actual, Veracruz es el símbolo de esta elección.
Los contendientes verdaderos este junio próximo son los presidentes actores de la elección: Enrique Peña Nieto, Ricardo Anaya, Agustín Basave, Manlio Fabio Beltrones y López Obrador. Con la elección, cada uno incrementa, pierde o acaba de perder el limitado peso que hoy tendría de cara a las elecciones de 2018. Ninguno es suficientemente fuerte, ninguno se sentiría seguro de su arrastre actual para enfrentar al 5 de junio próximo tan preñado de destino. Destino e interés nacional, partidista e individual.
Todos son presidentes de algo. Lo son de la propia Presidencia de la República, Peña Nieto, ya con vivo ánimo continuista, contagiado por el virus que infectó a Plutarco Elías Calles, a Echeverría y a Salinas, o son presidentes de sus partidos pero con grandes ánimos de brincar, creyéndose titulares naturales del derecho a ser los siguientes presidentes o, al menos el caso de Peña, factor y consecuente preceptor de su sucesor. Así, la elección de junio próximo es una elección presidencial.
Viviremos este 2016 meses preñados de destino. Lo lamentable es que el sentimiento generalizado es que lo viviremos en calidad de espectadores. El rechazo a la opción partidaria es general y como los flujos hidráulicos buscan un escape, la sociedad pone su esperanza en el independentismo. Es respetable, pero no es la salida deseable. Esta elección de junio, vía abstencionismo u opción por los independientes, será irremediablemente una descalificación plebiscitaria a los partidos y a sus ambiciosos presidentes