l Homo sapiens, sapiens, sabe que sabe. Es consciente de sus actos. Su capacidad para construir mundo lo sitúa en un lugar de privilegio. Despliega facultades como el lenguaje, la comunicación oral y escrita y es virtuoso en la palabra. Asimismo, hace alarde de una memoria prodigiosa capaz de almacenar y trasmitir conocimientos. Su inteligencia parece no tener límites. Tales peculiaridades deberían –en condicional– acompañarse de un comportamiento acorde a su condición de especie social-cooperativa.
El bien común, la virtud ética y una vida digna estarían entre sus objetivos prioritarios, anteponiéndose a acciones mezquinas e insolidarias. La justicia social, la condena de la explotación del ser humano por el ser humano, principios irrenunciables para cumplir dicha tarea, deberían ser prioritarios. Lamentablemente, no ha sido el camino seguido por el Homo sapiens, sapiens. Sus pasos van en dirección contraria. Su conducta está plagada de actos irracionales. Se ha convertido en depredador. Aniquila todo cuanto cree que le pertenece. Se adueña de la naturaleza y busca someterla por la violencia.
La realidad es tozuda. Un proceso de deshumanización lleno de guerras, armas químicas, biológicas y atómicas, capaces de exterminar cualquier vestigio de vida, pueblan el planeta. Utiliza su inteligencia para crear campos de concentración, realizar matanzas étnicas, fomentar la tortura y crímenes que ofenden a la humanidad.
Con el advenimiento del capitalismo, esta tendencia se consolida. Se hace sistémica y articula desde los estados. Gobiernos bajo el poder de las trasnacionales y los lobbies empresariales patrocinan invasiones, a fin de someter culturas y pueblos a los cuales consideran inferiores. Las élites políticas sucumben ante el complejo militar industrial.
Desde la Primera Guerra Mundial nada será igual. La muerte se industrializa. Los campos de batallas acaban en cementerios, recordatorios de masacres. Millones de muertos poblarán las carreteras, pueblos y ciudades. Parece que nada ha cambiado desde entonces. La guerra total hizo su aparición sin llamar a la puerta. Nadie quedará exento de ser objetivo militar. Hombres, mujeres y niños se transforman en enemigos.
Lo considerado una excepción en la historia, repudiado por su brutalidad, deja paso a una acción sistemática de aniquilamiento y exterminio, planificada y construida como estrategia de guerra. El horror del Holocausto se expande hasta nuestros días como testimonio de una lenta deshumanización. Occidente se retrata bajo el signo de la muerte y la inquisición del pensamiento. Persecución ideológica, política, social, étnica y cultural.
La muerte es una constante en el capitalismo. Cuerpos desgarrados bajo la tortura se unen a los miles de personas que huyendo de guerras espurias, la pobreza y dictaduras pierden la vida en el mar, buscando el sueño de ser explotados en la sociedad del consumo. Tras de sí no hay nada. Son las víctimas de la Europa culta y civilizada que niega su acceso, los expulsa o los convierte en chivos expiatorios para justificar el cierre de fronteras o la aplicación de políticas represivas. Quienes sobreviven son detenidos y trasladados a centros de afinamiento, verdaderos campos de concentración camuflados bajo la forma de modernos edificios con guardias privados.
La civilización occidental, concepto nacido para justificar el imperialismo étnico-racial y cultural, bajo la égida del capitalismo industrial, se parapeta en el autoengaño y la mentira. En tanto construcción cultural, propone un relato histórico, con etapas que justifican su razón imperialista. Articula una racionalidad bloqueante de otras direccionalidades, falsea la realidad y niega sus responsabilidades en los crímenes de lesa humanidad, transformándolos en hechos aislados, extemporáneos e irracionales.
Mientras tanto, nos llaman a venerar a personajes como Hernán Cortés, Francisco Pizarro o Diego de Almagro. Rendir pleitesía a reyes como Leopoldo II, Isabel II de Inglaterra o presidentes como Ronald Reagan y George Bush, considerándolos líderes y defensores de la civilización occidental. Nada acerca de sus responsabilidades como genocidas. Haber participado y elaborado prácticas de exterminio amparándose en guerras imperialistas de conquista civilizatoria e imposición de una cultura totalitaria.
Para justificar sus decisiones, la civilización occidental utiliza la fuerza para doblegar las voluntades. No tolera un cuestionamiento en su organización ni en sus formas de vida. Su tarea se centra en destruir las alternativas rupturistas. Sus métodos y técnicas para desarticularlo son múltiples. Van desde la mentira, la invisibilidad pública, hasta el terrorismo de Estado.
Para enfrentar con éxito la guerra contra el pensamiento crítico, despliega todo su poder en los órdenes político, económico, social, cultural, militar y religioso, sin olvidarnos de la esfera educativa, la tecnológica, simbólica y del conocimiento. Educar en la dirección adecuada es fundamental para lograr un sometimiento y socializar en los valores del neoliberalismo. Una idolatría por el consumo, apoyada en la exacerbación del individualismo y una visión pragmática del mundo asentada en el egoísmo como fuente del éxito, son sus dogmas.
Hoy, la civilización occidental subsiste gracias al control global que ejerce hacia las personas mediante el miedo y la represión. El pensamiento crítico es arrinconado, despreciado y perseguido. Bajo nuevas formas inquisitoriales, el neoliberalismo proyecta su poder, dejando tras de sí una estela donde la muerte se alza como su valor más elevado.