os Ángeles. Una rápida visita de fin de año a la megalópolis californiana ofrece un panorama cultural aleccionador y a la vez inquietante.
En materia de exhibición fílmica se constatan pocas diferencias con la oferta en la cartelera comercial de la ciudad de México, acaso sólo el prestreno de las cintas que aspiran a quedar en la lista final de competidoras para el Óscar de la academia, y que durante el mes de enero se podrán ver en México: Joy, de David O’Russell; Spotlight, de Tom Mc Carthy; The hateful eight, de Quentin Tarantino; Son of Saul, de Lazsló Nemes; Trumbo, de Jay Roach; The revenant, de Alejandro González Iñárritu; Carol, de Todd Haynes; The big short, de Michael Lewis; el documental Where to invade next, de Michael Moore, entre otras. Y sobre todo, la exhibición masiva, apabullante, de Star wars: el despertar de la fuerza, de J.J. Abrahams, en la mayor parte de las pantallas angelinas. Justo como en la ciudad de México.
En materia editorial, la constatación de que muchas de las librerías cuya visita constituía un atractivo cultural para el turista, han desaparecido del paisaje, devastadas, en parte, por la irrupción incontenible de la venta en línea que hoy propone Amazon, por ejemplo. Sobrevive, a orillas de los freeways, alguna librería Barnes & Noble, y en el centro de Los Ángeles, la propuesta de novedades y libros antiguos llamada, premonitoriamente, The last bookstore. Algunos oasis de ofertas en música y video, como la enorme y legendaria tienda Amoeba, en Sunset Boulevard, parecen anticipar, en su frenética actividad de colmena cultural, algo del próximo crepúsculo de las ventas directas, distantes de la hegemonía cibernética.
Valorando esa realidad cultural desoladora, muy distinta aún de lo que sucede en Nueva York, San Francisco y Chicago, pero tan cercana ya a lo que se perfila y afianza en tantas otras ciudades estadunidenses, conviene apreciar la estupenda diversidad y riqueza de las ofertas culturales que aún puede presumir la capital de nuestro país, y que convendría defender y preservar, y sobre todo apreciar en su justa dimensión.
La antigua ciudad de los palacios, hoy capital de los museos, aparece, sin embargo, en su rutinaria programación fílmica, como una deslucida réplica de las novedades y eventos estadunidenses. La situación se ha señalado hasta el cansancio, con efectos evidentemente estériles. El daño mayor lo soporta una producción cinematográfica local condenada a figurar siempre como un triste personaje secundario en el espectáculo del gran entretenimiento impuesto desde Hollywood.
Con la salvedad de muy pocos títulos –Güeros, de Alonso Ruizpalacios, o La jaula de oro, Diego Quemada-Díez, en el terreno del cine de autor, y exitosas comedias románticas que en el campo comercial semejan clones hollywoodenses–, la producción de más de 100 películas producidas al año, de la que tanto presumen las instancias burocráticas, se va literalmente al arrinconamiento o al vacío. Sólo algunos títulos gozan de cierta visibilidad durante festivales locales y muestras y foros de la Cineteca, para luego desaparecer del paisaje cultural como figuras de relleno sin mayor relevancia. Es mucho más factible sostener hoy en cartelera –como contrapeso a las superproducciones hollywoodenses– a películas francesas, coreanas, italianas o españolas, que a lo que produce la incipiente y vociferante industria local. Los mayores logros mexicanos se consiguen, según pa-receres tan testarudos como despistados, en Hollywood, y llevan como títulos La cumbre escarlata, de Guillermo del Toro, o la muy reciente y oscareable The revenant/El renacido, de Alejandro González Iñárritu.
En este curioso panorama cabe destacar la promoción y defensa de la cinematografía nacional clásica y sobre todo de la producción mexicana reciente hecha en México (valga la obviedad, al parecer aún necesaria), que viene haciendo la Cineteca Nacional desde hace apenas pocos años y, en particular, a lo largo del año que acaba de concluir.
Con ironía se habla de esa institución como el laboratorio clínico que mejor respiración artificial ofrece a un cine mexicano ninguneado, como pocos, en tantas otras partes. En realidad, a su cometido de preservación y difusión del patrimonio fílmico nacional, la Cineteca ha añadido, como prioridad, una suerte de resistencia cultural que le garantiza a la producción más inte- resante de cine nacional y latinoamericano, una mínima ventana de exhibición. Con excepción de la película Güeros, posiblemente la frecuentación de dicho cine no sea la que mayores entradas le genera a la institución, y, en definitiva, eso tendría poca relevancia para un recinto eminentemente cultural. Lo importante es que la Cineteca Nacional cumple hoy muy bien con su labor irrenunciable de promover al cine mexicano, y que ese acierto es más significativo que lograr un récord de asistencia anual de un millón de entradas. Ninguna cineteca en el mundo se ve en la necesidad de defender con tanto empeño, y de modo tan quijotesco, el cine que se produce y tanto se desdeña localmente. Un venturoso 2016 para esta faena encomiable.
Twitter: @CarlosBonfil1