s sorprendente que las especulaciones respecto del sucesor del presidente Enrique Peña Nieto se hayan desatado en meses pasados, a más de dos años de distancia de la conclusión de su mandato. Puede ser que el descontento ciudadano con el gobierno se haya extendido y exacerbado de tal manera que le haya impuesto el sello de urgente a la terminación del sexenio, como si estuviéramos pensando en el final para invocarlo y apresurarlo; como si cifráramos todas nuestras esperanzas de futuro en otra cara en Los Pinos. También puede ser que nuestra cultura política siga atada al pasado autoritario, y que lo reproduzcamos nosotros mismos. De ser así, estaríamos en las mismas que hace medio siglo, pero me niego a aceptar esta interpretación, pues sólo le sirve al PRI para imponerse entre nosotros como un destino inevitable.
En 1976, Joaquín Mortiz publicó una breve novela del periodista Jorge Piñó Sandoval, titulada La grande o el fuego nuevo, una descripción cargada de ironía del entusiasmo que en el México autoritario despertaba la sucesión presidencial. En el país del monopolio priísta la renovación del Poder Ejecutivo generaba expectativas desmedidas entre funcionarios, políticos y segmentos de la opinión pública que al término de cada sexenio miraban con renovada esperanza el siguiente. Era como si cada seis años comenzara un nuevo ciclo vital que llegaba cargado de promesas. Piñó Sandoval comparaba el cambio sexenal con la renovación de los tiempos que los mexicas celebraban cada 52 años, y describía cómo la sucesión se dejaba guiar por el mismo pensamiento mágico, así como inspiraba la falsa creencia de que cada nuevo presidente era un comienzo, como si partiera de una tabula rasa. Esta visión estaba vinculada también a la imagen del Presidente como un hombre todopoderoso, dueño de vidas y haciendas. Para entender bien la intención de Piñó Sandoval, habría que recordar que sufrió en carne propia el autoritarismo al estilo Miguel Alemán, a quien le disgustaron las críticas que publicaba su revista Presente, y probablemente ordenó que le dieran una lección que lo mandó al hospital y luego al exilio en Argentina.
La lentitud es una de las características del cambio de la cultura política, y así lo vivimos. Entre nosotros son muchas las actitudes y los hábitos de pensamiento que nacieron en coyunturas distintas de la actual, pero siguen tan vigentes como en el pasado autoritario, al menos el pasado de la hegemonía del PRI y de la inexistencia de las oposiciones partidistas. Sin embargo, creo que las transformación del sistema político ha sido tan verdadera y profunda que pensar sus procesos en términos del pasado no nos ayuda a una mejor comprensión del funcionamiento del poder. Hoy en México, cualquier especulación a propósito del sucesor del presidente Peña Nieto en 2018 tiene que tomar en cuenta no tanto sus preferencias o las del PRI, como las estrategias y ofertas por lo menos de los partidos que están en la oposición, de los gobernadores que están en la oposición, de las organizaciones sociales que están en la oposición, de los ciudadanos que están en la oposición, a los empresarios que están en la oposición, y de los priístas que están en la oposición. Y de los obispos. Parece muy difícil que Enrique Peña Nieto logre designar a su sucesor, incluso como candidato del PRI. Entonces, es irrelevante el trato que dé al secretario Mengano o al secretario Zutano.
La especulación sucesoria también tiene que tomar en cuenta la posibilidad de que ocurra un accidente. Maquiavelo llamaba la atención de su príncipe y le aconsejaba que estuviera preparado a la posibilidad de que sus planes se vieran malogrados por un acontecimiento inesperado –un accidente, por ejemplo–, una inundación, una epidemia, sobre el cual no tenía poder ni autoridad. Lo que quiero decir es que si algo ha cambiado en el pasado cuarto de siglo en México es la certeza autoritaria y que ahora nuestra vida política está plagada de incertidumbres –como ocurre en democracia. Es decir, Peña Nieto no las tiene todas consigo.
Me atrevo a pensar que si algunas de nuestras actitudes nacidas en el pasado autoritario permanecen, en cambio las condiciones que las impulsaron ya no existen. Es preciso corregir nuestra tendencia a mirar la sucesión presidencial como antes, pero lo cierto es que es un proceso cada vez más complejo, ciertamente como en el pasado, central en nuestra vida política, pero sujeto a las condiciones novedosas de un medio plural y diverso, querellante, litigioso y mal modiento de la democracia mexicana. También tendríamos que aceptar que un nuevo presidente no llega con un país nuevo bajo el brazo. Nuestras expectativas tendrían que ser más modestas, para que nuestra desilusión no sea tan catastrófica como ha sido en el pasado.