Opinión
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Luz en la poesía de David Huerta
S

uerte o azar, dos caras de la fatídica moneda, me tocó leer los primeros esbozos de los poemas de David Huerta. Era 1965 o 1966: como David y yo, ninguno de los amigos alcanzaba la mayoría de edad. Lo cual no nos impedía haber escogido nuestra vocación, como si la decisión dependiera de cada quien y pudiésemos elegir el ineluctable destino a nuestro antojo. Eran, si mal no recuerdo, tres las inclinaciones que más inspiraban: músico de rock, revolucionario y poeta. En el espejo de su imaginación, los adolescentes se miraban convertidos en Lennon, Che Guevara o Rimbaud, según sus anhelos.

Los músicos formaban una banda de rock, la cual, después de tocar en posadas y otras fiestas, iba siendo desertada en aras de vocaciones menos ensoñadoras. Los revolucionarios iban limitándose, con los años, a una posición moral, cuando ésta no era traicionada en forma absoluta por intereses pecuniarios y ambiciones menos nobles.

Cierto, uno u otro músico toca todavía hoy, medio siglo después, en centros nocturnos. También cierto que algunos muchachos partieron en busca de guerrillas y nunca volvieron.

En cuanto a los jóvenes con vocación de poetas, así como creyeron escoger el camino de la poesía, creyeron también abandonarlo por su voluntad. Olvidan, acaso, que ser poeta no se escoge, es la poesía la que elige a quienes tomarán su dictado.

La poesía escogió a Jaime Reyes y la muerte se lo arrebató durante una madrugada de tormenta, cuando dejó suspendido el vuelo de su pluma para, sudoroso, refrescarse bajo la lluvia.

El otro elegido fue David Huerta. Al extremo opuesto, pero no contradictorio, de la poesía carnal de Jaime, erigida con los andamios del ruido y el furor, aullidos ensordecedores, estertores de la muerte sin fin, la de David Huerta busca las respuestas en la espiritualidad, sube con paso lentos las escaleras de la esperanza, acalla los murmullos para dejar hablar al silencio, escucha voces hundidas en los fondos del mar, da la palabra al viento para cruzar el umbral vislumbrado del paraíso perdido.

Ya desde entonces, expresión cargada por José Emilio Pacheco con el peso del tiempo transcurrido, hundiéndola en la nostalgia tan cara a este autor, desde aquellos primeros apuntes de poemas, David Huerta apuntaba hacia una meta siempre buscada, a lo largo de su vida y de su labor de orfebre de la palabra: la luz. Atrapar al menos uno de sus fulgores y plasmarlo en una metáfora de la oscuridad, una alegoría del amanecer.

Así, no es para nada casual el título de su primer volumen de poemas: El jardín de la luz. Este libro nace bajo las iluminaciones del amor, la fe en la dicha, la esperanza truncada de pronto: ruptura amorosa y muerte de la madre. La caída de lo alto de las ilusiones es un desplome hacia los infiernos. Pasillos estrechos y oscuros, por donde camina casi a tientas el poeta, quien persigue un fulgor que cree percibir al fondo de ese túnel.

Del misterio femenino en los versos: ¿En qué piensas? ¿En qué piensas? ¿Piensas? al desafío de la Vamp a quien el poeta responde: “Resonante y mundana/ teje la insidia en su contorno/ planta las reverberaciones del engaño en todo lo que toca…/ su belleza incesante/ guillotina”, David Huerta, incurable optimista, sabe descubrir, en los momentos más aciagos, en la oscuridad más ciega, el fulgor que ilumina sus pasos y lo guía hacia el reino incandescente de la luz:

¿Has despertado? Veo tu cara en la [susurrante luz…/

… de las gotas secretas que la noche [derrama.

Versos del Incurable, extenso poema de casi 400 páginas, el cual termina:

Me entrego a la luz, otra vez me [levanto. El mundo

Es una mancha en el espejo...

Si el ideal poético de Octavio Paz fue la transparencia, el de David Huerta es la claridad. Paz deseaba ver a través, Huerta quiere ver, tentar, dejarse apoderar por el otro para poseerlo.

La luz es su meta y su poesía está hecha de luz:

La luz retirada, la luz
Plegada sobre sí misma:
Un chispazo que dura –o nada.