19 de diciembre de 2015     Número 99

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada
 
De locos y cuerdos:
El alienista
de Machado de Assis

Mis libros son como los beodos; se tambalean de derecha a izquierda, andan y se paran, refunfuñan, rugen, ríen a carcajadas, amenazan al cielo, resbalan y caen […] Eso del método es mejor tenerlo sin corbata ni tirantes, sino un poco a la descuidada, como quien no se ocupa de la vecina de enfrente ni del inspector de manzana.
Joaquín María Machado de Assis

¿Por qué ocuparme de un texto literario en el editorial de un suplemento de temas rurales que en este número está dedicado a Brasil? Porque El alienista es una novela corta del escritor brasileño Joaquín María Machado de Assis, que trata de la dificultad de distinguir a los locos de los cuerdos para así poder aislarlos. Y, por extensión, de lo relativa que es la distinción entre nosotros y los “otros”. Todos los “otros”: los desviados, los extraños, los salvajes, los indios y, naturalmente, los campesinos…

*

En la antigüedad los locos eran expulsados de la ciudad y hubo barcos de locos y torres de locos. Segregación que durante el Renacimiento muda en fascinación. “El hombre descubre en estas formas fantásticas uno de los secretos y la vocación de su naturaleza”, escribe Foucault. Yendo más allá, Erasmo concluye que en todos hay locura y que ésta es necesaria. Pero “la locura cuya voz el Renacimiento ha liberado, y cuya violencia domina, va a ser reducida al silencio por la época clásica”, concluye el autor de Historia de la locura. Comienza entonces el gran encierro, la internación más policiaca que médica de los locos en Hospitales Generales que en verdad son cárceles. Durante el siglo XVIII a los insensatos se les enclaustra junto con los criminales, los viejos desvalidos, los mendigos, las putas y los libertinos… Más que prevención, castigo o terapia es el apartamiento de los “otros” por el hecho de serlo.

Se dice que durante la gran revolución francesa, Scipión Pinel dejó ir a los locos que estaban encerrados en Bicetre. Lo cierto es que la revolución de “los derechos del hombre” emancipa a los lunáticos de sus grilletes físicos... sólo para encadenarlos a otros aún más férreos pero metafísicos, como los que arrastran los internos en los Asilos y Retiros creados por Samuel Tuke y por el propio “liberador” Pinel.

La violencia del nuevo Manicomio es distinta de la violencia de los Hospitales, pues aquí se obliga al loco a adoptar vicariamente la posición del cuerdo y en sus “momentos de lucidez” reconocerse en falta, reconocerse loco. “La terapéutica –escribe Foucault- trata de persuadir al loco de su locura”.

El asilo positivista sustentado en la ciencia es la dura dictadura de la razón sobre la insensatez. Previa definición inapelable de lo que es cordura y lo que es locura, el alienista separa el trigo sensato de la insensata cizaña con la frialdad de quien emite un fallo judicial. Porque en una sociedad desencantada que se sustenta en la ciencia, el verdadero poder disciplinario reside en quien formula la definición del mal, codifica los síntomas acusatorios y emite el inapelable veredicto…

Y de la Casa Verde, una residencia de orates de inspiración positivista establecida en el Brasil decimonónico, trata El alienista de Machado de Assis, un hombre que hace 150 años y en un país remoto, cortesano y esclavista, había descubierto con desazón que, aun ahí, en los tiempos de la racionalista modernidad “el orden de los Estados no tolera ya el desorden de los corazones”.

Pobre, mulato, autodidacta, epiléptico y tartamudo, Machado de Assis es un alien total que sin embargo no se resigna a la marginalidad ni se encierra en su diferencia. Nacido en 1839 en una quinta de Río de Janeiro a cuyo personal pertenecían sus padres, Joaquín María logra educarse, adopta los modos de la “gente de bien” y, venciendo dificultades, se convierte en un escritor a la moda.

Ya exitoso, sorprende a todos rompiendo los moldes literarios: romanticismo, indianismo, pintoresquismo. Pero también los ideológicos y morales como el de la ciencia positivista y la pretensión de normalidad de una sociedad que se creía capaz de distinguir sin lugar a dudas la locura de la cordura. Y de eso trata El alienista. Veamos.

“La ciencia es mi compromiso", sostiene Simón Bacamarte, un médico europeizante formado en Coimbra y Padua, pero que decide radicar en su natal Itaguaí. Ahí casa con doña Evarista, calculando que por ser fea y antipática no lo distraerá de sus investigaciones en el “área de lo síquico” y la “patología cerebral”.

Y como en el pueblo los locos mansos andan por la calle y a los furiosos se les tiene en casa, el alienista decide que hay que encerrarlos a todos en una residencia que llama la Casa Verde, para ahí “estudiar profundamente la locura, sus grados diversos, clasificar sus casos, descubrir en fin la causa del fenómeno y el remedio universal”. Simón es un “hombre de ciencia y sólo de ciencia, nada lo consterna fuera de la ciencia”.

Empieza entonces el gran encierro en Itaguaí, pues al demarcar “definitivamente los límites de la razón y de la locura” el alienista concluye que “la razón es el perfecto equilibrio de todas las facultades y que fuera de ella todo es insania”. Lo que lo lleva a una inquietante conclusión: “La locura era hasta ahora una isla perdida en el océano de la razón [pero] empiezo a sospechar que es un continente”. Y la Casa Verde se llena de presuntos alienados; algunos, personas a quienes los lugareños estiman y aprecian.

“La Casa Verde no es más que una cárcel privada”, dice alguien. “Bastilla de la razón humana”, la llama el poeta local. Y la gente sale a la calle a reclamar. Pero el ayuntamiento no quiere intervenir porque “la ciencia no puede ser enmendada por protestas callejeras”.

“Hay que derrocar al tirano”, proclama alguien. Y con otros se avoca a organizar la rebelión. “Los trescientos que marcharon hacia la Casa Verde –dada la diferencia entre París y Itaguaí- podían ser comparados con los que tomaron la Bastilla”. Los encabeza Porfirio Caetano das Neves, barbero y desde entonces autonombrado “Protector de la villa”. “No pedimos nada –vociferan los alzados- ordenamos que la Casa Verde sea demolida”.

Pero, como Pinel en Francia, el Protector de Itaguaí considera que una cosa es tomar la Bastilla de la Casa Verde y otra cosa es que los locos anden sueltos. Además de que, como muchos caudillos, el barbero quiere gobernar, tarea en que puede ser muy útil un sitio de reclusión y la complicidad de la ciencia en la función de definir quién debe ser segregado y quién no.

Entonces Porfirio se apersona con Bacamarte y Machado de Assis resume en una escena el sino de casi todas las revoluciones que, diciéndose libertarias, hacen suyo el sistema disciplinario del orden anterior.

“El pueblo, dominado por una legítima indignación puede exigir al gobierno cierta prioridad en sus actos; pero éste no los debe practicar al menos íntegramente […] ¿Puede entrar en el ánimo del gobierno eliminar la locura? No ¿Y si el gobierno no la puede eliminar, al menos está apto para discriminarla y reconocerla? Tampoco. Ello es materia de la ciencia […] Arbitremos un medio para contener al pueblo. Unámonos y el pueblo sabrá obedecer.”

Diálogo entre el poder emergente y la ciencia, la conversación entre el Protector de la villa y el alienista de la Casa Verde devela con tino ideológico e ironía literaria nada menos que la complicidad entre la ciencia positivista y los Estados burgueses posteriores a la revolución francesa –incluyendo los emergentes y contrahechos Estados nación latinoamericanos- en la tarea de mantener el orden, evitar los sobresaltos y administrar el cambio. Sin olvidar el papel que juega en este control social el poder enviscado en las formas de la vida cotidiana, el biopoder. La inapelable autoridad del juez, el gendarme, el maestro, el médico, el marido y el padre en lo tocante a diferenciar las conductas admisibles de las inadmisibles, la normalidad de la perversión, la culpa de la inocencia, la enfermedad de la salud, la cordura de locura.

“El orden es la base del gobierno”, anunció el Protector de la villa una vez concluida la rebelión. “Cinco días después, el alienista encerró en la Casa Verde a cerca de 50 animadores del nuevo gobierno”. Incluido el Protector.

Y el poder disciplinario que Bacamarte ejerce en Itaguaí se desborda al punto de que en unas semanas el 80 por ciento del pueblo ha sido internado. Incontenible crecimiento de la locura que convence al alienista de que algo está mal: si el equilibrio de las facultades es tan infrecuente, es que ahí está la perversión: el verdadero anormal es el equilibrado. Establecido el nuevo paradigma, los subsecuentes inquilinos de la Casa Verde ya no son histéricos, esquizofrénicos o depresivos, ahora son tolerantes, sinceros, magnánimos, rectos…

Ya teniéndolos en el encierro, y gracias a sus eficaces terapias, Bacamarte corrompe a los virtuosos y con ello los normaliza. Pero su éxito absoluto le resulta dudoso precisamente por ser absoluto. Y en su duda el alienista se descubre modesto. Virtud patológica por la que se encierra a sí mismo en la Casa Verde, donde meses después muere.

Como sabía Erasmo y redescubrió Foucault, la cordura y la locura se entreveran y toda separación tajante es dudosa, además de disciplinaria y represiva. Y Machado de Assis es de la misma idea.

El tema se repite, por ejemplo, en su novela Memorias póstumas de Blas Cubas, donde en un apartado que se titula precisamente “Razón contra locura” nos dice que estas dos condiciones se disputan nuestra conciencia:

“En nuestro caso, hubo casi un pleito a la puerta de mi cerebro, porque la advenediza [Locura] no quería dejar la casa, y la dueña no cedía en su intención de tomar lo que era suyo. Por último, ya se contentaba la Locura con un rinconcillo en el sótano.

-No señora –replicó la Razón-; estoy cansada de cederte sótanos…

-Está bien, déjame aquí algún tiempo más, que ando en la pista de un misterio…

-¿Qué misterio?

-De dos –enmendó la Locura-; el de la vida y el de la muerte; sólo te pido unos diez minutos”.

Hacia el final del libro, Quincas Borba, filósofo y amigo del protagonista le dice que está loco. Y éste, para salir de dudas, va a consultar a un alienista. Después de examinarlo, el médico concluye que él no está loco… pero que en cambio el filósofo sí lo está. Preocupado por la suerte de su camarada, Blas Cubas le trasmite el diagnóstico. Para su sorpresa, el pensador no se acongoja. “Quincas Borba no sólo estaba loco, sino que sabía que estaba loco… Lo sabía y no se irritaba contra el mal”. Y termina la novela.

La locura es otredad que estigmatiza. Pero también lo es la lepra. Los leprosos, como los locos, han sido históricamente segregados y al freack que es Machado de Assis el asunto le escuece.

Como reacción al patetismo romántico que antes practicó en sus escritos a la moda, en Don Casmurro, como en todas sus novelas de madurez, el escritor brasileño trata con distancia y hasta con frialdad el dolor humano. De modo que en las pocas páginas en que aparece Manduca, el protagonista muestra incomodidad y desagrado por su presencia, sobre todo cuando al joven leproso se le ocurre morirse precisamente en los momentos en que él pensaba visitar a su amada Capitú.

Hasta aquí el tratamiento del tema es el previsible. Pero inopinadamente, como acostumbra, el novelista intercala un apartado que en apariencia no viene a cuento, donde relata la acalorada polémica de Casmurro y Manduca, o -como el mismo dice- de la salud con la enfermedad, en torno al papel de Rusia y de los países aliados en la guerra de Crimea. Y en el debate, que de tan apasionado se torna incluso epistolar, las distancias se anulan: el leproso sale de la cárcel corpórea que lo aísla y el protagonista olvida la repugnancia que antes sentía y lo trata como su igual.

Y de reseñar la discusión política, Machado de Assis transita, en una sola frase, a la imagen de Manduca muerto. Imagen en la que, sintomáticamente, el contenido novelista dirige sus adjetivos al lastimoso cobertor y no al cuerpo torturado que cobija. “Si los rusos entraran algún día en Constantinopla, esa era la cuestión para mi vecino leproso, debajo de la triste, rota y sucia colcha de retazos”.

Sin patetismo, sin chantaje moral, el novelista construye la imagen entrañable de un excluido radical, de un adolescente leproso que escapa de su aislamiento por la vía más inesperada discutiendo con un vecino la coyuntura política europea. Y de la misma manera oblicua, primero asimilándose y luego rompiendo, enfrenta su otredad el mulato, epiléptico y tartamudo que fue Joaquín María Machado de Assis.

En el curso de sus esfuerzos por asimilarse a la normalidad, Machado de Assis había descubierto que la alteridad no sólo sustenta la estigmatización social, es también parte de la condición humana y como tal hay que admitirla. Así la ironía que impregna su obra de madurez, más que a los otros apunta hacia sí mismo, a su propia inconsistencia manifiesta en la energía invertida en mimetizarse literaria y socialmente. Y por tanto apunta a nosotros sus lectores. Y lo hace en el modo sobrio y abismado de la introspección y no en el distante y adjetivado de la sátira social.

Teatro de máscaras, la sociedad juega un juego de imposturas. El verdadero rostro no existe y si es que existe, se oculta. Sólo se le sorprende a veces fugazmente, con el rabillo del ojo y en reveladoras minucias. ¿Cómo traspasar la radical otredad del leproso Manduca? ¿Por habituales palancas del romanticismo como la piedad, el amor, o el arte? No. La clave está en otra parte, en las cosas sencillas y triviales. El extrañamiento se rompe, por ejemplo, discutiendo con pasión la guerra de Crimea.

Las malas vidas. Machado de Assis se identifica con los pobres, con los marginados, con los sufrientes en especial si son mujeres. Pero muestra su simpatía de manera no panfletaria sino irónica y distanciada.

Hija casual de los amores de su madre y un sacristán, Plácida es una figura secundaria en Memorias póstumas de Blas Cubas, sin embargo el novelista dedica un breve párrafo a la ofensiva vacuidad de un destino que en las deshilachadas orillas de la sociedad tantas y tantos comparten.

Es de suponer que ésta no hablaría aun cuando nació; pero si hubiera hablado podía haber dicho a los autores de sus días: “Aquí estoy. ¿Para qué me llamasteis? Y el sacristán y la sacristana le hubieran naturalmente contestado: “Te llamamos para que te quemaras los dedos en las cazuelas y los ojos en la costura, para comer mal o no comer; andar de un lado a otro en la faena, enfermando y sanando, con el fin de enfermar y sanar otra vez, triste una veces, desesperada otras, en ocasiones resignada, pero siempre con las manos en las cazuelas y los ojos en la costura, hasta acabar un día en el lodo o en el hospital; para esto te llamamos en un momento de simpatía”.

Campesinos y locos. Todos somos extraños, así sea de clóset. Pero los rústicos más. Desde que hay ciudades se disminuyó a los campesinos y el capitalismo los declaró en extinción. Mientras tanto se les envía al rincón –como se hacía antes con los niños que se portan mal- y a la vez se les folkloriza. Anacrónicas anomalías, los campesinos son exhibibles curiosidades, pero sobre todo son “otros”; “otros” inquietantes y por tanto indeseables al igual que los homosexuales, los locos, los raros... No es casual que haya tantos campesinos e indígenas en la cárcel, pues están ahí no porque realmente todos sean delincuentes, sino porque su rústica condición los hace sospechosos. Seguramente la Casa Verde de Bacamarte estaba llena de campesinos.

La casa verde, novela de Vargas Llosa. Dice el Premio Nobel peruano que lo que en 1966 lo llevó a escribir su segunda novela, fueron “los recuerdos de una choza prostibularia, pintada de verde, que coloreaba el arenal de Piura el año 1946”. Pero lo cierto es que el congal peruano es un eco del manicomio brasileño. La fascinación que ejercen las “otras”, las putas amazónicas de las que escribe Vargas Llosa, es muy semejante a la que ejercen los “otros”, los alienados de Itaguaí de los que se ocupa Machado de Assis.

 
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