l próximo domingo 20 habrá elecciones generales en España para formar gobierno. Se espera que produzcan un reparto del poder con hondas diferencias respecto al vigente en pasadas décadas. La versión oficial española de su transición fue, durante décadas, idílica. A ella se atribuyeron fenómenos que, vistos en el tiempo, no se corresponden con el desigual reparto y usufructo del poder. Las fuerzas dominantes durante el franquismo se prolongaron, con graves acentos, durante los cuarenta años siguientes a la muerte del caudillo (por la gracia de Dios, alegaban hasta con reverencias). El resultado, claramente observado en estos movidos días, se caracteriza por una ominosa desigualdad. La concentración de la riqueza y las oportunidades se aceleraron desde finales de la presidencia del señor Zapatero (PSOE). La administración que le siguió, la del señor Rajoy, no ha hecho otra cosa que ahondar, hasta extremos obscenos, tan dramática situación. El desempleo ocasionado por las medidas de drástica austeridad presupuestaria, ordenadas por el mandato neoliberal financierista –salvo el inmisericorde y penoso caso griego– ha castigado sin piedad alguna a una juventud preparada, entusiasta y sana. La destrucción masiva de empleo ha sido la inevitable consecuencia de una reforma laboral diseñada con el preciso objetivo de abaratar el costo del trabajo: precarización, le llaman con justeza los críticos. El señuelo se impuso a golpe de repeticiones en el imaginario de la globalidad. Había que sujetarse a las leyes de la competencia, un mantra santificado en innumerables países (México).
Los más de 5 millones de desempleados españoles fueron lanzados al vacío sin mayores contemplaciones. Sólo los amparan unas temporales subvenciones que se agotan a los pocos meses. Así, la masa salarial perdió de repente 40 por ciento de su anterior valor en relación con el PIB. Todavía más que eso, se recortaron las pensiones, se redujeron las prestaciones de salud, se procedió a los desahucios por impago con sus suicidios de aparejo y la educación comenzó un ciclo de recortes que todavía no termina de tocar piso. El estado de bienestar no es sostenible
, fue la sentencia implantada, tan terminal como ficticia. Ello sin considerar que España llegó tarde y con deficiente nivel a tan celebrado bienestar (comparado con el estándar de la Europa común). Más de medio millón de jóvenes españoles han tenido que emigrar para escapar del limitante ambiente interno que se enseñorea en ese país. El fondo de pensiones, otrora pujante, perdió casi la mitad de sus recursos: pasó de 70 mil millones de euros a sólo 40 mil millones. Las consecuencias en la salud son tan drásticas como soslayadas por los medios españoles, todos sujetados por el patronato financiero español. Una situación recientemente examinada por The New York Times concluye que el aparato de comunicación de ese país es ajeno a toda pluralidad y siempre dispuesto a difundir el credo oficial, no sólo el local sino el de la misma comunidad extendida (Bruselas, Wall Street).
En medio de este panorama, hasta hace apenas un año dominante, aparecieron las juventudes españolas indignadas, rebeldes ante su presente y triste futuro. De pronto, multitudes llenaron las calles de casi todas las ciudades. Se formó un movimiento, llamado 15 de Mayo (15M), que acampó, simbólicamente, en la plaza de la Puerta del Sol. El proceso de abierta discusión parecía inacabable, aunque su creatividad fue notable. ¡Democracia real ya!, fue el grito consigna. Como una derivada de esta energía desatada se formó, al poco tiempo, el partido que se llamó Podemos. Éste empezó dando un sonoro campanazo con motivo de las elecciones al Parlamento Europeo que se oyó por todo el país y más allá. El rey Juan Carlos, para entonces muy desprestigiado, fue obligado, por la élite empresarial, a abdicar para evitar una catástrofe mayor. Entró al quite su hijo, Felipe VI, sin que tuviera mayor efecto de mejora. Las juventudes españolas rechazan, mayoritariamente, la monarquía impuesta desde Franco y sostenida por los intereses concentrados (plutocracia).
El cambio drástico en la conciencia colectiva y en las expectativas futuras no se hizo esperar. Este domingo los españoles irán a las urnas y votarán, por partes iguales, hacia la izquierda (PSOE y Podemos) y hacia la derecha (PP y Ciudadanos) Lo cierto es que el hegemónico duopolio partidista, que acompañó y trastocó la emergente vida democrática, ya no será mayoría decisoria. El fenómeno Podemos ha sido el detonante de la nueva realidad. El miedo al cambio injertado en los privilegios del oficialismo fue tan profundo que obligó a inflar a un pequeño partido catalán –Ciudadanos– con el propósito de restarle penetración a Podemos. Lo han logrado mediante una campaña, de feroz ataque a Podemos e incondicional auxilio a Albert Rivera (Ciudadanos), dirigente sin muchos atributos, salvo su juvenil y atildada figura.
El balance del duopolio partidista se ha terminado, pero no sólo eso. La visión de la transición ha cambiado. La agenda de Podemos se ha impuesto en los variados asuntos públicos donde la desigualdad es el pivote que ordena todo lo demás. El rechazo a la usanza política patrimonialista es generalizado. El término peyorativo de casta se hizo de uso corriente para denominar a una clase política encerrada en sus propios, mezquinos y corruptos intereses. El presente los arrinconó y el saldo se verá con prometedora claridad el lunes 21 de diciembre.