l ruido y la furia. Macbeth, segundo largometraje del aus- traliano Justin Kur- zel (Snowtown, escalofriante thriller de 2011), acomete con puntilloso respeto al texto original y cierto grado de temeridad formal, una enésima versión fílmica de la tragedia shakesperiana. Sin dejarse intimidar por los antecedentes canónicos, el Macbeth delirante y barroco de Orson Welles (1948) o la visceralidad gore de la propuesta de Polanski en 1971, Kurzel toma abiertamente el partido de la espectacularidad. Vivimos en la era de Juego de tronos, e ignorarlo es condenarse, un poco, al ostracismo mediático. Por ello, tal vez las escenas iniciales de esta nueva adaptación, con un ejército escocés enfrentándose –en cámara lenta y sobrecargas de músculo y adrenalina– a los enemigos irlandeses del rey Duncan, guardan cierto parecido con las embestidas guerreras de los 300, la cinta de Zack Snyder (2007) y el realismo extremo de la novela gráfica homónima de Frank Miller.
De la trama se retiene lo esencial: la profecía de las tres brujas que le aseguran al caballero Macbeth, barón de Glamis (Michael Fassbender) que se convertirá en rey de Escocia, y a Banquo, su compañero de armas, quien tendrá una larga descendencia real, y las pérfidas presiones de lady Macbeth (Marion Cotillard) para conseguir, mediante la traición y el crimen, que su esposo dé cumplimiento a la profecía y proceda a la eliminación de sus rivales.
Pasados los efectismos visuales a los que sujeta en un inicio el notable camarógrafo Adam Arkapaw, y la grandilocuencia de la pista sonora de Jed Kurzel, hermano del cineasta, la cinta ofrece una formidable ambientación de la campiña medieval escocesa (la trama se sitúa en el siglo XI), entre castillos reales y fortificaciones reconstruidas, con interiores majestuosos capturados en tomas cenitales, e inspiraciones líricas como una discreta caída de copos de nieve en momentos cruciales. El refinamiento visual de las escenas intimistas opera como un contraste oportuno a la estética abrumadora y trepidante en los campos de batalla.
Kurzel mantiene ese difícil equilibrio formal y su respaldo mayor en la tarea artística es la estupenda actuación de sus protagonistas centrales.
Fassbender brilla en su caracterización de una fuerza animal desmesurada, sedienta de poder, pero incapaz de articular una estrategia razonable para conseguirlo. Cotillard, en cambio, es el complemento perfecto de un cálculo frío, capaz de una gran contención y disimulo en la lenta faena asesina. Sorprende la versatilidad dramática, siempre imprevisible, de quien fuera la môme Piaf (La vida en rosa, Dahan, 2007), o la intensa protagonista de Dos día, una noche (Dardenne, 2014). De Fassbender, prácticamente ya nada sorprende. El actor de Vergüenza y 12 años de esclavitud (McQueen, 2011/13) y de Steve Jobs (Boyle, 2015), tiene por costumbre dirigirse prácticamente solo, con solvencia siempre y con vigor formidable.
Así, el Macbeth de Justin Kurzel, particularmente moroso en una primera parte expositiva, gana fuerza e interés a medida que progresa la trama, gracias siempre a ese gran juego actoral combinado, donde una lady Macbeth profiere, casi sonámbula, el monólogo de la culpa irredimible (“Todos los perfumes de Arabia no suavizarán…”), mientras un Fassbender enfebrecido se encamina al trágico desenlace que la película tiñe lentamente de rojo. Las vigorosas presencias estelares, el guión que adapta novedosamente la obra original, y una apabullante exploración formal –en ocasiones inspirada, otras veces reiterativa– son un intento azaroso y arriesgado por poner al alcance de generaciones nuevas un magnífico texto sobre la corrupción del poder y las maneras, a menudo criminales, de perpetuarse en él.
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