21 de noviembre de 2015     Número 98

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Doña María y las trasnacionales


FOTO: Ecotlán

Cuando doña María Intzín comienza a seleccionar las mazorcas de maíz que le servirán de semilla las observa y sabe que tal o cual mazorca sirve para dar continuidad a la vida. Llegado el momento de sembrar, a pesar de que es mazorca escogida, cuando desgrana vuelve a escoger las mejores semillas. Una vez colocada en un canasto o costal, ya spuj ja´ta, le sopla agua. Simbólicamente le ha dado vida y aliento. Los granos están preparados para ser enterrados, el ch´ulel-ch´ulelal del maíz resurgirá desde la entraña oscura del ch´ul lumk´inal, sagrado cosmos-tierra.

Al contarnos lo que todos los años hace la anciana milpera de Tenejapa, el tseltal Juan López Intzín nos está transmitiendo a la vez una ceremonia religiosa y un sabio procedimiento agronómico. Porque doña María preserva la vida y el equilibrio del cosmos mediante un rito ancestral, pero también realiza una operación técnica igualmente ancestral por la que los pueblos mesoamericanos han ido domesticando el maíz al emplear como semillas los granos de las plantas y mazorcas más deseables. Y en ese caminar juntos de la gramínea y las personas, en esta plática entre dos órdenes ontológicos: los seres humanos y las cosas, tanto los unos como las otras hemos ido cambiando: el monte se ha hecho milpa y nosotros gente de maíz.

En el mundo del gran dinero las prácticas son muy diferentes. Hace unos 30 años se modificó por primera vez una planta por medio de ingeniería genética, es decir mediante la manipulación in vitro del genoma. Pero al hallazgo técnico le faltaba el ritual, la nueva variedad tenía que ser ofrecida a los dioses del mercado. Así, en 1983 se solicitó por vez primera en Estados Unidos la patente para una planta transgénica, misma que se concedió dos años después. En los años 90’s del siglo pasado comenzaron a extenderse los cultivos de este modo alterados, que pasaron de 1.7 millones de hectáreas en 1996 a 27.8 millones en 1998. El tercer milenio arrancó con 44 millones de hectáreas sembradas con variedades genéticamente intervenidas. Y en este curso retrocedieron las milpas, avanzaron los monocultivos y se esparcieron por los campos agro-venenos como el Roundup, que por lo general acompaña a las semillas alteradas.

Algunos pensaron que así se cumplía la vieja profecía del capital, pues al descifrar el genoma la biotecnología se había adueñado del secreto mejor guardado de la naturaleza. De ahora en adelante la vida misma podía ser aislada, reproducida y transformada en los laboratorios. Ya no por hibridación de especies de una misma raza o de razas emparentadas, procedimiento que replica lo que la naturaleza y los agricultores han hecho desde siempre, sino entre seres de razas y hasta reinos distintos. Y de los laboratorios salieron un nuevo tipo de mutantes, seres vivos de diseño libres por fin de la dictadura de los espacios y los tiempos naturales.

Malos aprendices de brujo y presas de la obsesión analítica y destazadora que anima al forense y al descuartizador, los biotecnólogos olvidaron que la vida no es el genoma sino los ecosistemas. No el ADN aislable sino el abigarrado entrevero de seres orgánicos e inorgánicos del que los humanos formamos parte y al que hemos ido transformando en un mundo a la vez natural y sobrenatural.

Olvidaron lo que siempre ha sabido doña María.

Y empezaron los estropicios. O más bien continuaron y se potenciaron, porque la bioingeniería es la prolongación de los insumos y manejos agropecuarios impulsados de antiguo por el agronegocio y acelerados a mediados del siglo XX por la llamada “revolución verde”. Las nuevas semillas permitieron sembrar donde antes no se hacía, propiciando el desmonte o desplazando otros aprovechamientos más amables; intensificaron el monocultivo y redujeron aún más la pluralidad de plantas que se emplean, no sólo induciendo el uso de un corto número de variedades sino también erosionando el genoma biodiverso de sus colegas no mutantes; agotaron los suelos con cultivos intensivos y envenenaron tierras, aguas y personas con los agrotóxicos que las acompañan…

Todo eso porque, como sabe doña María, las semillas transgénicas no son ts´akal-kuxul sok ay sch´ulel, no son completas, no son plenas, no tienen vida y espíritu, como las que ella selecciona, sopla y siembra.

Pero la pesadilla no termina ahí. Los transgénicos fueron inventados para hacer negocio. Y para lucrar con esos mutantes es necesario asegurar que todos deban emplearlos y que nadie pueda hacerlo sin la paga. Ya se había procedido así con las tierras y con las aguas, pero si los campos pueden ser cercados y los ríos represados es más difícil privatizar a los seres vivos, pues les da por ir de un lugar a otro y por multiplicarse libremente. Entonces las semillas transgénicas se patentaron: la presunta clave de la vida se privatizó mediante una operación puramente virtual, mediante una acción jurídica.

Diez años después de que salió del laboratorio el primer transgénico, concluyó en 1993 la llamada Ronda de Uruguay donde se aprobaron varios acuerdos de comercio internacional, entre ellos los Aspectos de Propiedad Intelectual Relacionados con el Comercio (Adpic) uno de cuyos artículos regula globalmente las patentes de microorganismos y de plantas.

Y en México los personeros de las corporaciones siguieron rápidamente sus pasos con una ley de variedades vegetales, de 1996, y en 2005 la Ley de Bioseguridad de Organismos Genéticamente Modificados, conocida como “Ley Monsanto” porque favorece la privatización de las semillas que tanto promueve la trasnacional. En 2007 la Ley Federal de Producción, Certificación y Comercio de Semillas avanza en el mismo sentido, y aunque en 2012 organizaciones campesinas y civiles logaron parar una aún más lesiva Ley Federal de Variedades Vegetales, las políticas públicas han sido y son favorables a las corporaciones que lucran con las semillas patentadas.

La intención es que en adelante doña María ya no pueda separar las mazorcas más grandes y pesadas de su cosecha anterior, desgranarlas seleccionando la mejor simiente, insuflarle vida con su aliento y sembrarla. Sino que año tras año la milpera tenga que comprárselos a Monsanto, si no es que a Syngenta, Dupont o Pioneer. De esta manera la campesina tzeltal de Tenejapa comenzaría a pagar una renta por acceder a la simiente, comenzaría a desembolsar su modesta contribución a la acumulación planetaria de capital.

De antiguo el monopolio sobre la tierra y el agua sirvió para acumular fortunas. No porque rindiera ganancias, término que se reserva para las utilidades que deja la inversión productiva de capital, sino porque arroja rentas, ingresos cuantiosos que provienen de la simple propiedad excluyente de un bien natural escaso y diferenciado. En tiempos de cosechas erráticas por el cambio climático, el control por unas cuantas corporaciones tanto de los campos como de sus productos sigue propiciando que un puño de capitales embarnezca especulando con el hambre. Pero la usurpación y privatización de las semillas, de la clave genética de la vida, es una fuente aún más grande de poder económico, pues pone en manos de unas pocas corporaciones el eslabón principal de la cadena agroalimentaria.

Hoy, por medio de Monsanto, Pioneer, Syngenta, Dupont y sus semejantes, a la renta de la tierra se añade la renta de la vida. Si doña María las conociera, seguramente nos diría que estas trasnacionales son peores que una bandada de kojtometik metida en la milpa.

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