ARCÓN DE CUENTOS
Serie Comunalidad. Foto: Luna Marán |
La última danza
Isaac Esau Carrillo Can
Tan pronto el sol es devorado en el poniente, los pájaros miran a la mujer que se acerca a ellos; parlotean de felicidad, buscan sus nidos para estar cómodos, para presenciar las danzas, los cantos y las uniones en matrimonio que celebrará esa gran mujer.
El aprendizaje puede venir de cualquier cosa que observe el hombre: cierto día vi que un pequeño pájaro cayó de su nido; la pobre madre estaba desesperada, arreglándoselas para subirlo de nuevo. Sus esfuerzos eran en vano porque su cría pesaba mucho. Aún así, luchando por liberar a su hijo de la muerte, ella cantaba. Me acerqué a ellos pero la madre voló.
–No tengas miedo —le dije—, te voy a ayudar a subir a tu cría.
Pero como no entendió mis palabras, observó lo que yo hacía mientras agitaba las alas como queriéndome decir algo. Tomé al pequeño pájaro y aunque me costó trabajo treparme al árbol, me esforcé para llegar al nido. Tan pronto llegué ahí, casi me fui de espaldas con lo que me encontré: el otro pájaro que estaba en el nido ya había sido devorado por una enorme serpiente ratonera. La muy desgraciada se estaba relamiendo cuando la tuve frente a mí. En ese momento olvidé que me había costado trabajo subir y, en un abrir y cerrar de ojos, bajé con el pájaro en mano. Lo puse en el suelo y le dije a su madre:
–Te quise ayudar, pero no pude.
–No hubieras hecho nada, yo sabía qué era lo que debía hacer —me respondió para mi sorpresa.
Cuando vi que la serpiente se aproximaba arrastrándose, tiré al primero de ellos, y sólo bajé para ver cómo estaba, pero tú me atrasaste, yo no sabía qué intenciones tenías con mi cría. Ahora no volveré a mi nido porque seguramente ya habrán devorado al otro.
Por mucho rato estuve meditando acerca de lo ocurrido. En verdad, todo tiene una razón de ser. Cuando se lo conté a mi padre, me dijo:
–No te preocupes, hija, esas cosas suceden, a todo lo que habita en el mundo le llegará el momento de que se le extinga la vida y hagas lo que hagas, no podrás apartarte de la muerte.
Otra de las cosas que observé, gracias a mi padre, fue a un gusano arrastrarse en la tierra.
–Acércate a ver esto —me dijo.
¿Qué es?
–Observa.
El gusano se arrastraba sin prestar atención a lo que se le atravesara en el camino o en lo que tuviera cerca. Se arrastró hasta atravesar la calle, era entonces el medio día y el sol calentaba en total plenitud.
–Si no muere porque alguien le ponga los pies encima, morirá por el intenso calor del sol —dije.
–No te precipites, hija, nadie sabe lo que ocurrirá en su vida. Si él supiera que morirá al atravesar el camino, seguramente no saldría.
Cuando estábamos observando al gusano, quién sabe de dónde salió una nube que le tapó la cara al sol. El gusano aceleró el paso y cuando estaba a punto de lograr su objetivo, la nube se hizo a un lado. En el instante en que el sol mostró su rostro nuevamente, el gusano ya había pasado, para su buena suerte no hubo ningún caminante en aquel momento.
–¡Pasó, lo logró! —dije dando aplausos de alegría.
–Espérate —dijo mi padre.
No sé de dónde salió un méndigo gallo que se lo tragó de un solo piquetazo.
–La vida es así, hija, hay momentos en que la libras, pero llegará el día en el que, sin pensarlo, tendrá que darle tu espíritu al cielo y tu cuerpo a la tierra. Eso así sucede, hoy estamos vivos, mañana no sabemos.
Las palabras de mi padre fueron ciertas. El día que uno menos lo espera, suceden cosas de sorpresa. Hubo una conversación con mi padre que atrapé dentro de mí hasta el final de mis días:
–Hija, con frecuencia sueño con tu madre.
–¿Cómo sueñas con ella?
–La veo siempre joven, los años no pasan por ella.
–¿Y qué dice? Yo hace mucho tiempo que no la veo, pero también he soñado con ella.
–Lo sé, hija, pero no la volverás a ver. Como ya rebasaste la edad que ella tenía cuando murió, no podrás verla de nuevo.
–¿Por qué?
–¿Cuántas veces has visto que una madre tenga una hija mayor que ella?
–Nunca.
–Entonces es por eso. Yo estoy considerando irme tras ella, no quiero ser un viejo para tu madre. Todavía le gusto, en mis sueños nos vamos de paseo a muchos lugares, recordamos viejos tiempos, recordamos todas las danzas que hicimos juntos.
–¿De verdad te irás con ella?
–De verdad, hija.
–¿Y yo?
–Tú te quedarás. He sembrado en tí la gran semilla de las danzas, tú harás que se multiplique en el mundo. Antes, únicamente a mí me conocían como el principal de los danzantes, pero ahora ese título te corresponde a tí y nadie podrá quitártelo.
-Quiero irme con ustedes...
–Hija, nosotros sólo fuimos un instrumento del Creador para que existieras, únicamente fuimos el medio. Esto es como la semilla de la vida, es necesario que su rostro sea sepultado en la tierra, es necesario que ahí realice la danza de la muerte. Pero si triunfa, sus retoños asomarán a la superficie. Crecerá como una planta, será fuerte y también tendrá frutos, siempre estará lleno de ellos porque aprendió a triunfar antes de nacer. Por eso piensa que los que se van, no se van en vano, piensa en los tuyos. Cuando llegue el momento de que también te vayas, deberás estar lista para ello. Yo sé que no será difícil para ti, estás bien instruida, no te perderás en el camino.
–Entonces, deseo que tengas una buena travesía, padre. Llévale mis palabras también a mi madre, dile que no se olvide de mí, dile que por lo menos me visite una vez al año. Pero si estás con ella, ambos visítenme, por favor.
–Sí, hija, no te preocupes, siempre estaremos pendientes de ti.
Cuando mi padre se recostó para dormir aquella noche, ya no despertó. Como ya habíamos platicado sobre los motivos de su partida, no me puse tan triste. Yo sabía que le irá bien, que estaría feliz porque se había ido con mi madre.
Organicé en el pueblo una danza a la que llamé La Danza de la Muerte. En ella salía un hombre ataviado de ricos trajes y hermosamente adornado de accesorios. Era el Señor de la Muerte, que tenía en la mano un trozo de madera puntiaguda. Junto a él salió otro hombre que demostraba mucha alegría. Al empezar la música simulaban una batalla, intentaban golpearse entre sí, pero ambos se evadían mostrando su fuerza. En esta danza nadie se sabía el final, nadie sabía quién iba a triunfar. Cada vez que se representaba era distinto, en ocasiones el hombre mostraba mayor fuerza y sometía al Señor de la Muerte pisándole la cabeza, pero había ocasiones en las que éste lo derribaba y se lo llevaba con él. Esta danza la armé así porque en la realidad así es como sucede.
El canto para La Danza de la Muerte dice así:
“En la noche nace el hombre, en oscuridad anda a gatas palpando el suelo para sustentarse, en la noche nace el hombre, en la noche cae del árbol que lo fecunda, en la noche le es regalado su espíritu, en la noche también sale a sus andanzas, en la noche también se va para nunca regresar”.
Desde que inventé esta canción la canto sin saber cuándo será el día de mi propio fin. Mientras tanto, la seguiré cantando hasta que se derritan las palabras que salen de mi boca o cuando un fuerte viento apague el sonido de mi voz
Isaac Esau Carrillo Can, narrador maya originario de Peto, Yucatán. Publicó U yóok’otilo’ob áak’ab/Danzas de la noche en 2011 (Dirección General de Culturas Populares, México).