e acuerdo con la Iglesia católica, en este día se venera a todos los santos que no tienen una fiesta propia en el calendario litúrgico. Es la antesala del Día de los Fieles Difuntos, que conocemos como Día de los Muertos. Estas fechas se conmemoran prácticamente en todo el país, en mayor o menor medida. Ya hemos comentado que guarda tantos valores culturales, que ha sido declarada por la Unesco Patrimonio Intangible de la humanidad.
Ayer al mediodía llegaron los angelitos, los niñitos muertos que fueron recibidos con pan, tamales de dulce, golosinas y atole endulzado con piloncillo y canela. Un camino de pétalos de flores blancas les señaló el camino a casa.
A partir de medianoche los difuntos grandes comenzaron a llegar, por lo que se cambiaron los alimentos y los albos pétalos por los amarillos de cempasúchil para indicarles el camino. Mañana al mediodía comienzan a partir y los vivos a disfrutar las viandas, aunque según cuentan ya no saben igual, pues los difuntos consumieron la esencia.
Es buena ocasión para recordar lo que escribió el notable Guillermo Prieto acerca de estos festejos, en una deliciosa crónica publicada el 7 de noviembre de 1849 en el diario El Siglo XIX. Mucho de lo que platica sigue vigente; díganme si no:
“En este día en que tanto lidia un ministro de Hacienda, cuando aun no tiene entrañas de ministro; en que tanto pespuntean las modistas, en que venden tanto las floristas y los cereros y en que disparatan a su sabor los copleros, forjando risas sarcásticas de calaveras, en este día, digo, se pone en planta aquella blasfemia de que vivir es gozar y aquello de que la vida se pasa a tragos.
“El Día de Difuntos es uno de los que da más que hacer a los vivos, excepto a la policía que suele pertenecer a las sombras; hay movimiento general y se pudiera decir alegría, si no recordase su fin a los diputados no relectos y a los capitulares que no tuvieron la suerte de ascender como por escala a la curul. Varios días antes del día de finados, se recomponen las lápidas de los sepulcros, cosa muy del agrado de los doradores y grabadores y comerciantes en mármoles; se agolpan las gentes en la casa de la señora Audifredi, mandando hacer coronas y arcos para los sepulcros de los niños...
También han tomado auge las calaveras, esos versillos rimados que hacen mofa o gracejadas de las amistades o los personajes públicos. La parroquia y el cementerio son el lugar de reunión; apíñase la gente en remolino turbulento; el gentío se agrupa y se dispersa en busca de los sepulcros de los antepasados, encienden las ceras y ostentan sus ofrendas, que consisten en frutas, biscochos, dulces y a veces el refocilador aguardiente, que atiza el fuego lúgubre de los fieles...
Como vemos, las cosas no han cambiado mucho, aunque ahora sólo sea un sector de la población el guarda esas tradiciones. Sin embargo, es interesante advertir que la costumbre de colocar ofrendas ha tenido un renacimiento y ahora vemos en innumerables sitios públicos estos bellos y coloridos conjuntos en que se mezclan flores, velas, alimentos, bebidas, imágenes, papel picado y demás. Toda una parafernalia que según los creyentes va a atraer el espíritu de los muertos, con el fin de degustar sus alimentos y bebidas preferidas y convivir con los seres queridos que aún permanecen en este mundo.
Hay que aprovechar para visitar algunas de las ofrendas más espectaculares que no faltan en estas fechas: el Zócalo, el Museo Dolores Olmedo, la Universidad del Claustro de Sor Juana, la casa del Indio Fernández, el Museo del Templo Mayor y Ciudad Universitaria.
Parte fundamental de estos festejos es la gastronomía, así es que si van al Zócalo les propongo ir después a la tradicional Hostería de Santo Domingo, situada en Belisario Domínguez 70, que lo recibe con una bonita ofrenda, saborear un buen mole con arroz y frijolitos, de postre su calabaza en tacha; hay que apurarnos antes de que se nos adelanten los difuntos.