Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
“No tengo por qué
callarme ahora”
Elena Poniatowska
El pulso corporal
de la poesía
Xabier F. Coronado
Dos Bazares
de asombros
Carmen Villoro
Brevísima
antología poética
Hugo Gutiérrez Vega
Hugo Gutiérrez Vega
y la persona del poeta
Evodio Escalante
Los viajes de un poeta
José Cedeño
El mundo raro
de un poeta
Gustavo Ogarrio
Las dualidades
fructuosas
Marco Antonio Campos
ARTE y PENSAMIENTO:
Cabezalcubo
Jorge Moch
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
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para Lucinda, para Luis
“El poeta no es ni mucho menos un místico
o un ser especial, sino una persona que
canta lo que a todos pertenece”, solía decir
Hugo Gutiérrez Vega, con la devoción de un
poeta cuyo peregrinaje por las grandes tradiciones
literarias del mundo también se refugia
en una humildad no pedante, en la reivindicación
de la poesía como un oficio sin privilegios
cultos, que articula su herencia letrada
con el canto popular del bolerista. A su voz
grave, modulada, de actor consumado, le
debemos una de las lecturas en voz alta más
bellas de la canción “Un mundo raro”, de
José Alfredo Jiménez. Sin duda, Gutiérez Vega
buscaba ese canto de lo que a todas y todos
pertenece más allá de la poesía, y lo encontró
también en José Alfredo, consignado en el
poema “Cuántas luces dejaste encendidas”:
“La cantina y su rincón oscuro,/ las palabras
cansadas de rogarle,/el círculo dejado por la
copa,/la pedida canción, el abandono…”.
Poeta figurativo sin desbordamientos,
transparente, la obra de Gutiérrez Vega siempre
estuvo marcada por una particular apropiación
de la entonación popular. Admirador
incansable de José Rubén Romero, de su
geografía lingüística y de esa expresión popular
que abrevó de los pueblos de Michoacán, el
tono de conversación de la poesía de Gutiérrez
Vega es “una sola corriente” modulada por el
eterno retorno a la infancia, a los territorios de
la provincia, a Lagos de Moreno, a Guadalajara,
que se articulan a su experiencia cosmopolita
como diplomático: “He viajado mucho
y vivido en diversos países por razones profesionales,
pero la casa de la infancia sigue siendo
el tema central”, le dijo en una entrevista a
Marco Antonio Campos.
Retrato del poeta, realizado por José Hierro Fotos: Archivo La Jornada |
Gutiérrez Vega será un poeta definitivo en un
mundo de tendencias totalitarias, en el gran teatro
de máscaras que es la vida y la poesía. Su muerte
cumplirá cabalmente con ese juego de máscaras
al que tanto le gustaba aludir, el pacto secreto
entre poesía y teatro: el lento camino hacia la desaparición
también va forjando nuestra verdadera
máscara, la definitiva, para dejar en el pasado
las máscaras que hemos sido. Esta definitividad
debe ser entendida también como el nacimiento
del lector futuro de su obra: el otro pacto
secreto en el que la poesía de Gutiérrez Vega es
lanzada al abismo del futuro, al lector no nacido
que buscará el pasado en las huellas de una intimidad
en la que sólo puede penetrar la poesía. Me
refiero a poemas como “Análisis de una situación
doméstica”, en el que los hábitos y la vida diaria
dejan ver ese enroscamiento temporal, casi imperceptible,
entre vida y muerte: “Como si no supieras
que la noche/ toca ya en los antiguos ventanales,/
como ignorando al astro que destruye/ las
risas de la tarde,/ suavemente/ persistes en la
feliz tarea/ de remendar las cosas, ocultar deterioros/
y presentar las almas de la casa/ ‘rotitas,
pero limpias’, preparadas/ para la prueba de los
buenos días./ Tejes el entramado de este clima/
donde crecen los seres. Nunca notas/ que esta
bella y terrible serpiente de las horas/ se va enroscando
al fondo del pasillo./ Me dices con razón
que es más bien bella/ (nuestro miedo está al
fondo del segundo adjetivo)./ Pasan los días, se
cierran los caminos/ y nuestra condición construye
puentes./ Corre el río, la tarde se diluye,/ el
crepúsculo invade las ventanas,/ los bellos adjetivos
reconstruyen/ los cambios de la luz, se
multiplican/ los signos de la paz y tú sonríes/
–esa sonrisa nos levanta el alma–/ cuando la tarde
oculta sus miradas./ Y como nada pasa, izamos
velas/ para cruzar el golfo de la noche”.
Quiero evocar a Hugo Gutiérrez Vega como
un poeta de cierta intimidad doliente, “de la muerte”,
“del tiempo”, pero también irónica; sí como
un “peregrino del deseo”, con toda la resonancia
religiosa de belleza secularizada y vuelta
indómita en los territorios del pecado festivo,
pero también como un poeta cuya generosidad
con los jóvenes creció paralela a su poesía. Un
poeta cuyo verdadero rostro es el de un viejo
sabio y socarrón que se confundirá para siempre
con los gestos de ese niño que todavía mira
con asombro el teatro irónico de la abuela devota
en Lagos de Moreno, desde una provincia
llamada mundo.
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