l mundo afronta el enorme riesgo de asistir al despliegue de una tercera guerra mundial, y Europa, como en aquel terrible ayer, vuelve a presentársenos como ingobernable. El orgulloso sentido común europeo, creado tras décadas de esfuerzo comunitario, de verse y ser vista como un lugar seguro y promisorio (algunos dijimos que como un auténtico proyecto civilizatorio), se desplomó este verano. No fue un verano caliente más.
Con la gran migración de refugiados de la guerra en Siria y la miseria africana del sur del Sahara, el viejo continente de nuestros anhelos y nostalgias se tornó casi de repente en escenario ominoso donde los extremos de barbarie se dieron la mano con las memorias imborrables del racismo extremo y la exacerbación incontrolable del egoísmo individual convertido en divisa movilizadora de masas y pretexto para la demagogia más cerril, que los fundadores del gran proyecto comunitario creyeron haber expulsado para siempre del panorama europeo.
La moción casi desesperada por parte de los grupos y personas más lúcidas del elenco dirigente de la unión, de recuperar el sentido estratégico y actual de la solidaridad como valor moderno, topa todos los días con el cansancio de las mayorías exhaustas tras años largos, muy largos, de desempleo y decaimiento productivo, así como de embate contra los mínimos de seguridad y protección sociales, que tanto ha costado erigir. Para muchos, no parece haber de otra.
Los patéticos diagnósticos contra el estado de bienestar, lanzados desde las cumbres de la riqueza mundial concentrada, han quedado en eso: en tristes lamentos reaccionarios, carentes de imaginación histórica, miopes ante la tragedia cotidiana que se desplegaba ante sus ojos, y ahora encerrados en soliloquios indignos de ser transmitidos a sus más cercanos prójimos. El prólogo a la peligrosa situación del momento fue la escenificación de la tragedia griega que los poderes de hecho y de mal derecho creen haber podido exorcizar con la humillación infligida a Syriza.
Pero se trató de sólo un prefacio, un adelanto sucinto de lo que le esperaba y espera a la Europa de la esperanza. Las fronteras imaginadas e impuestas en décadas de predominio occidental sobre el Medio Oriente se desgajan y derrumban ante el empuje salvaje de las minorías masivas y armadas, apropiadas de la peor de las modernidades, que es la capacidad de destrucción masiva con precisión letal para acabar con el enemigo y poblaciones enteras indefensas. Todo se mueve y conmueve, mientras las camadas interminables de expulsados de sus territorios y formas de existencia redefinen la noción misma de asilo, refugio, no digamos fraternidad.
Por su parte, los poderes concentrados poseedores de la capacidad nuclear de demolición velan sus armas y repiten el gran juego
que la pérfida Albión quiso jugar y ganar allá por los inicios del siglo pasado, para ser humillada por los nómadas de Afganistán. Como le ocurriría a los soberbios soviéticos y le ocurre, a pesar de su despampanante estrategia de autoengaño, a Estados Unidos.
Es como si hubiéramos empezado a vivir en tiempo real los confines del mundo civilizado y moderno, para adentrarnos todos, sin excepción, en los territorios ignotos de una barbarie modernizada y adiestrada para llevar adelante su mensaje demoledor de valores y certezas, memorias y ambiciones.
Tal es el mundo de hoy que tanto nos acerca al de ayer, aquel que vivió y contó Stefan Zweig antes de buscar efímero refugio en el Brasil del futuro que ahora vive su particular hora de la verdad. Nosotros no estamos a salvo de estos extremos y aparentes o reales regresiones culturales y políticas. En realidad, como lo sentiremos en cualquier momento, estamos dentro del epicentro de la primera crisis global de la historia reciente, ubicado en la primera y pretensa única potencia que quedó del juego suicida de la guerra fría.
Estamos en el mismo barco, pero nuestros timoneles prefieren hacer como si no ocurriera tal. Una muestra eficiente de esta negación de la realidad global e inmediata en la que nos movemos es la actuación del secretario de Hacienda ante la Cámara de Diputados el pasado jueves.
Qué significa para este país arrinconado por la penuria y sus mil y una trampas de estancamiento económico, desigualdad y derechos humanos, la renuncia del gobierno a recaudar conforme a las necesidades ingentes y eminentes de gasto público social y productivo; qué implica para nuestra política democrática que un alto dignatario del gobierno pida a los diputados que se abstengan de ejercer sus derechos como legisladores y cumplir con sus obligaciones constitucionales en materia de impuestos y presupuesto, son cuestiones que reclaman inmediata deliberación y examen no sólo en el Congreso, sino en la Suprema Corte, y desde luego en el mundo de los partidos y la opinión pública.
Retóricamente, si se quiere, pero los dichos del secretario Videgaray añaden horizontes de peligro a los que nos manda el mundo atribulado que nos rodea. Se trata, para mí, de un deslizamiento populista. La pregunta sería, para seguir la ortodoxia que en la materia ha dictado el presidente Peña en la ONU en días pasados, si se trata de un populismo de derecha o de izquierda.