La ciudad en ruinas
unca he sentido más silencio interior que esa tarde, tan a la vez extensa y delimitada, en esta diríase que siempre ruidosa ciudad. Por donde yo vivía y vivo, aparte del gran susto –qué sensación de irrealidad, de estar en las fronteras de la vida y la muerte–, nada pasó
: un librero de tres piezas abatido, allí mismo un tocadiscos con un LP de Jaime López que se pandeó un poco pero rescatado volvió a su forma, tres o cuatro botellas que no se rompieron.
Aunque teníamos junta a las diez en nuestro diario no quise dejar el tiradero y me lancé a un teléfono público (no había líneas residenciales
por el rumbo). Andrés Ruiz me encontró y se sorprendió de que en medio de la catástrofe quisiera avisar de que llegaría retrasado a la reunión. Algún comentario me hizo, pero de la gravedad del suceso no me enteré hasta que como a las cinco me invitó a cruzar en su Volkswagen naranja media ciudad en ruinas.
Fue entonces que el silencio –misterio y sacralidad– solo, como si con voluntad propia, se asentó en mí. Era como si desde ahí alcanzara todo y como si a cada prójimo visto, encontrado (ese fue el día en que todos los habitantes de la urbe experimentamos nuestra proximidad –una proximidad que, sí, algo tenía de distancia, respetuosa distancia, no de lejanía; una proximidad no tanto solidaria, como se ha dicho, sino sin más fraterna), también hubiera descendido, en él asimismo se hubiera aposentado, en cada uno impuesto.
Olor a gas, agua corriendo por ahí, tránsito dirigido, puntual, espontáneamente, por personas desde luego no salidas de la nada, pero que daban esa sensación, una sensación que algo tenía de fantasmal y algo tenía de angelical, es decir, juntos los adjetivos, de muy precisamente humano…
Gente por fuerza caminando y otra quizá no por fuerza sino por algo hacer, o en procura de alguien, o por abatimiento, o por un algún extraño impulso de deambulante estupefacción. (No había curiosidad: todos sabíamos que, en el ahora de ese entonces, habitábamos, ya, otro mundo).
Periodistas que éramos –y somos–, logramos, luego de dejar el automóvil estacionado en cualquier parte, rebasar el acordonamiento y a pie hacia el centro avanzar. Si intercambiamos palabra o no, yo sólo recuerdo el enorme, a la vez claro y denso (como si atravesáramos un paisaje de invisible neblina), quieto e inquietante, amplio y concentrado, contundente silencio.