Miguel Ángel Mancera, como los demás
El gringo que prohibió los toros… en Cuba
M
i compromiso es asumir la defensa de los ciudadanos
, “…exigiré que se alcancen los mayores beneficios para los habitantes de la capital y evitar la exclusión social”, “…en breve lanzaré una convocatoria para que sean los ciudadanos quienes presenten proyectos…”, “…mi gobierno se mantendrá leal a sus principios: decidiendo juntos, escuchando, trabajando y corrigiendo cuando sea necesario”. Todo eso y más prometió Miguel Ángel Mancera, jefe de Gobierno capitalino, durante su tercer Informe ante la Asamblea Legislativa del Distrito Federal –diez partidos diez.
Quizá ese sea el principal defecto de nuestros políticos: que todos se parecen, porque todos son promesólogos, expertos en prometer, independientemente de su capacidad o disposición a cumplir lo prometido. Malos oradores en su mayoría y con demasiados intereses, no superan un discurso impersonal, autocomplaciente, predecible, rebosante de lugares comunes y de frases hechas, como el de los del taurineo, reforzando una añeja decepción colectiva, impuesta desde el virreinato al precepto nacidos sois para obedecer y callar
.
En materia taurina, Miguel Ángel Mancera no quiso modificar la actitud de sus antecesores perredistas de izquierda
, quienes con su indiferencia durante los últimos 15 años –de Cárdenas a Ebrard– sólo contribuyeron al secuestro sistemático de la tradición tauromáquica en la capital del país, tradición que no nació con Washington ni con Televisa ni con los antitaurinos, sino en el año de 1526. Pero casi cinco siglos no son nada para los políticos modernos, la globalización irreflexiva y los sometimientos al uso.
¿Por qué tendrían que defender la centenaria fiesta de los toros en la ciudad de México estos funcionarios de izquierda
que apuestan primero por el automóvil y luego por un transporte público organizado y seguro? Porque las tradiciones no son propiedad de acaudalados ni terapia ocupacional de ricos, y porque esta ciudad ha sido escenario histórico de la otra expresión tauromáquica en el mundo, no como involuntaria herencia española, sino como rotunda manifestación identitaria con toros y toreros mexicanos. Delegados políticos sumisos, reglamento taurino pisoteado, jueces de plaza sin respaldo, público ofendido y, como innovación, un asesor de turismo del jefe de Gobierno del DF que es también el empresario de la Plaza México, culminan 20 años de complicidades, autorregulación sin idea, fraudes, debilitamiento de la fiesta y alegre dependencia.
John Rutter Brooke fue un general del ejército estadunidense de la Unión, combatiente de la Guerra de Secesión y gobernador militar de las islas de Puerto Rico, en 1897, y Cuba, 1898-99, que constituyeron entonces, junto con Filipinas, el nuevo botín de la imparable política intervencionista y expansionista de Estados Unidos, vigente, con diferentes modalidades, hasta el día de hoy, pues el pensamiento único que impulsan no hay quien lo frene.
Como ocurre con todo país colonialista, a finales del siglo XIX España se había quedado completamente sorda, y no obstante las independencias logradas por la mayoría de las naciones latinoamericanas en las primeras décadas de esa centuria, fue incapaz de escuchar, debilitada como estaba, el creciente nacionalismo cubano y de reducir el control económico, agrícola, estratégico y comercial sobre la isla, dando lugar a la guerra hispano-cubano-estadunidense y con ésta al azucarado dominio estadunidense durante las siguientes seis décadas, y después a 56 años de bloqueo económico –se dice pronto–, hasta el reciente restablecimiento de unas inciertas relaciones entre ambos países.
Brooke llevó a cabo, entre otras faenas, la del 15 de febrero de 1898, con el numerito del hundimiento del acorazado USS Maine, ilegalmente anclado en La Habana con el pretexto de asegurar los intereses, que eran muchos, de los residentes estadunidenses en la isla. La explosión mató a 256 marinos y los 90 que sobrevivieron fue porque a esa hora disfrutaban en tierra de un baile en su honor. Con el tiempo se comprobaría la tradicional estrategia estadunidense de sembrar en casa, o a los de casa, ataques enemigos como excusa artificiosa para oportunas y rentables declaraciones de guerra al agresor, con la invasión, posesión y saqueo consiguientes.
Otra faena ideológica del tenaz míster Brook fue emitir la orden militar 187, publicada en La Gaceta el 12 de octubre de 1899, que prohíbe la celebración de corridas de toros en Cuba para así reforzar el final de la dominación española y cualquier influencia contraria a la estrecha visión cultural del imperio, orden que ha perdurado con eventuales alteraciones, como las dos corridas celebradas en La Habana en un estadio de beisbol en 1947, con Armillita y Silverio y reses colombianas de Aguasvivas, o la supuesta invitación de Fidel a Cantinflas para que fuera a torear en un festival. El caso es que a través de la historia a los pueblos, buscando libertad y dignidad, suele salirles el tiro por la culata.