De paz y justicia interna e internacional
e llena de nostalgia doble la frase que mi padre solía repetir en mi infancia: México era entonces el único país de América Latina (¿o del mundo?) cuyo presupuesto en educación pública era con mucho superior al de la defensa nacional. Un par de veces fuimos, toda la familia, a presenciar el desfile que iba de Paseo de la Reforma a Palacio Nacional y recuerdo cómo se me erizaba la piel de emoción por el heroísmo histórico que esos hombres representaban. También los vi por televisión, pasando ante multitudes que los aclamaban. Pero, por el uso de su fuerza y disciplina en la represión de ferrocarrileros y maestros desde 1958, en el Tlatelolco estudiantil de 1968, la guerra sucia contra campesinos y sus simpatizantes de los años 1970, el confinamiento y hostigamiento del EZLN durante más de dos décadas, hasta los eventos mundialmente repelidos de Atenco, Tlatlaya y Ayotzinapa, el desfile del 16 de septiembre de antaño se convirtió en un espectáculo mediático donde son invisibles (si hubieran existido) la presencia y el entusiasmo popular. Aunque pagan justos por pecadores. Pues entre las tropas orgullosas de su respectivo rango, existen conciencias e inteligencia que no pueden cegar ninguna disciplina por feroz que sea, ni comprar por completo las prebendas, dado que la mayoría de los 50 mil elementos en activo o reservistas que componen nuestras fuerzas armadas, está constituida por jóvenes de origen campesino y obrero, origen social que sigue presente en la carne de muchos de sus familiares, compañeros de escuela y vecinos del pueblo o del barrio, impidiéndoles borrar la imagen de la miseria de la que huyeron al reclutarse y las consecuencias de algunos actos en los que se ven obligados a participar…
Por otro lado, hay conciencias entre las clases medias que sucumben ante los avances tecnológicos sin querer admitir que en la historia de la humanidad fueron y son las guerras de Occidente el motor del desarrollo de esas tecnologías y sin querer apreciar el hecho de que en muchas partes del Globo, la tecnología ha ido lenta pero segura en el sentido de la producción de alimentos y de todos los otros satisfactores humanos, incluidos los necesarios para la producción del arte (que para Occidente es un subproducto con valor económico). Porque el maravillamiento que producen las tecnologías contemporáneas, oculta a las víctimas de esta emoción enceguecedora, la perversión de su origen y de su destino, que no provienen de las propias tecnologías inanimadas sino de la motivación humana de quienes invierten sumas estratosféricas en ellas por dos razones: para sacar beneficios de su inversión y para controlar el futuro de la humanidad, decidiendo quién y cómo se usarán dichos avances tecnológicos. Cualquiera puede ver cómo son los contenidos que vehiculan los medios de comunicación, sean masivos, interpersonales u onanistas, los que acotan la consciencia crítica y la voluntad de los usuarios desprevenidos.
Sin embargo, aún existe un arma defensiva para la humanidad: el gesto alimenticio y amoroso de la madre y el padre hacia los hijos, involucrándolos con el ejemplo temprano en la transmisión de estos dos gestos irremplazables. En México, y entre los emigrantes mexicanos, es visible la transmisión de amor y comida que recibimos (y que muchos llaman simplemente tradición), sobre todo en la fiesta popular de la Independencia, cuando hacemos cola ante puestos de pozole o restaurantes con infaltables chiles en nogada, o los comemos en casas de todas las clases sociales, y sin contar los esquites de elote cosechado en estas fechas, las flautas y buñuelos u otros antojitos regionales, sin los cuales los habitantes del país, de Baja California y Sonora a Yucatán y Quintana Roo, sentiríamos más haber abandonado a la Patria, que si no colocamos una bandera visible (como hasta hace unas décadas) o si no vamos al Grito ni al desfile.
Y es que nuestra comida ancestral es lo único que nos queda de la Patria enferma. ¿Incurablemente? No lo creo. Por eso insisto en una acción nacional para empezar a curarla: salvando nuestros platillos locales, regionales y nacionales a partir del salvamento del campo y de los campesinos que producen los ingredientes de nuestras cocinas de manera sana y sustentable. Organizándonos, productores y consumidores del país, a fin de recuperar, de manos de una sociedad civil formada por particulares que actualmente lo manejan para su mercadotecnia, el prestigio de nuestra comida, dado en 2010 por el reconocimiento de la Unesco (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, por sus siglas en inglés), de tal manera que el pueblo mexicano retome dicho reconocimiento y comprometa al gobierno en el cumplimiento de dos medidas de salvaguarda verdadera: 1) sacar del TLC (Tratado de Libre Comercio con América del Norte) nuestro maíz y nuestro frijol producidos en el policultivo de origen prehispánico llamado milpa y 2) asignar recursos suficientes para la protección y recuperación de este tipo de siembra a lo largo y ancho del país. Pues, además, la lucha contra los transgénicos no triunfará si no se combaten a la vez los monocultivos.