l coronel no tiene quien le escriba ni el emperador quien le vista.
Metáfora sin fuero, si se quiere, pero esa es la imagen que nos ofrecen el gobierno y el Congreso de la Unión hoy, cuando debería estarse discutiendo las decisiones constitucionales sobre los impuestos y los gastos del Estado, pero los flamantes legisladores se arrebatan las curules y los funcionarios de Hacienda hacen tru tru con sus cifras y temores.
Para discutir sensatamente la cuestión del gasto y su financiamiento, así como el papel que puede tener la deuda pública, es necesario visitar el tema del espacio fiscal
con que cuenta el Estado hoy y en un mañana previsible. Al final de cuentas, lo que se requiere es llegar a una combinación consistente de ingresos provenientes de impuestos, derechos y demás, con deuda interna y externa.
Ese espacio
no es fijo ni depende del humor hacendario. En mucho, descansa en la flexibilidad de las finanzas públicas y el crecimiento económico que pueda resultar de la asignación y magnitud del gasto público, en particular el de inversión.
Sea cual fuere el cálculo que Hacienda haya hecho sobre esto, si es que lo hace, lo que resulta en verdad preocupante es que, so pretexto de no endeudarse, el gobierno proponga llevar la inversión pública a su mínima expresión histórica, por lo menos desde los años 30 del siglo pasado. Eso sí que es atentar contra la estabilidad, al cercenar algunas de las bases del crecimiento futuro.
No sé si, en efecto, este espacio fiscal es tan inexistente como lo cree mi colega y amigo Fernando Chávez, quien rechaza mis dichos sobre la conveniencia de recurrir al endeudamiento y no entronizar la tijera como modo principal de hacer política económica. Proponerlo no implica caer en el tobogán de deuda del pasado (si es que tal cosa ocurrió en efecto), como lo insinúa Chávez, sino distinguir entre un endeudamiento favorecedor del crecimiento, sostenible en el largo plazo, y uno autodestructivo, destinado a pagar deuda anterior o a financiar excesos en el gasto corriente.
Para avanzar en este cometido, es preciso dejar a la entrada del debate toda inclinación a rendir pleitesía a una ortodoxia reciente o añejamente adquirida y reconocer que, después de todo, algunos viejos principios de la macroeconomía que debemos a Keynes gozan de cabal salud. Después de su muerte tantas veces decretada por los oficiantes y diáconos de un canon que llevó al mundo a la peor recesión de los tiempos modernos.
Como sea, hay que admitir que es falso que el Estado gaste de más. Menos cierto es que derrame recursos excesivos en el gasto social, en especial el que se dedica a aliviar la pobreza o a combatir su transmisión intergeneracional
. En esta materia, estamos por debajo de la media latinoamericana y de la OCDE.
Algunos amigos me reclaman mi optimismo constitucional, al decir que el Presupuesto es la arena por excelencia para definir las prioridades de la sociedad en un plazo relativamente corto, sin menoscabo de lo que esas prioridades impliquen en horizontes más largos. Tal cosa, me dicen, nunca ha ocurrido aquí.
Puede que tengan razón, aunque hay que decir que en aquellos tiempos se daba, bajo cuerda y en los corredores del poder, un debate y una puja por los recursos y su distribución que luego incluyó a los gobernadores. En la propia Cámara de Diputados, con todo y sus abusivas mayorías, se reflexionaba sobre el presupuesto y la espinosa y espinuda cuestión fiscal, asignatura tan temida como mal cursada por el Estado.
Hoy, en el pluralismo y la transparencia, el debate presupuestario debería estar en el centro de la deliberación política, porque el presupuesto es, ante todo, una configuración política primordial del litigio por el poder y de la conducción del Estado. Con todo y lo posmodernos y bien portados que hayamos resultado ante el imperio de las más roma ortodoxia económica, el presupuesto es tema y problema central de la política democrática. Las decisiones que se toman marcan, en casos de modo indeleble, la calidad y la legitimidad de la democracia, entendida como forma de gobierno.
Este debería ser el reclamo al Congreso y al Ejecutivo: reconocer con claridad la centralidad que la pobreza y la desigualdad deberían tener en la configuración del PEF para 2016 y en los años por venir. No habrá política hacendaria que presuma legitimidad si no aborda una cuestión social cuyos vectores principales, pobreza, desigualdad, vulnerabilidad, inseguridad, inundan nuestro presente cotidiano y desbordan los precarios cauces con que contamos para modular las expresiones más extremas del reclamo social.
Los diputados cuentan con información rica y unas evaluaciones robustas de lo que se ha hecho o dejado de hacer para superar esta cuestión social vergonzosa e injustificable. El importante trabajo del doctor Gerardo Esquivel publicado por Oxfam-México sobre la concentración extrema es ahora acompañado por la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares y el Informe del Coneval sobre la evolución de la pobreza.
No hay escape para los legisladores ni Hacienda: tienen que dejar claro si el presupuesto asume dicha cuestión; si contiene acciones dirigidas a reducirla, paliarla o crear las condiciones necesarias para su abatimiento; si en verdad el desarrollo social, entendido como superación de esa realidad inicua, ocupa un lugar prioritario en la mente de los responsable del diseño la asignación de los recursos públicos.
Este es el diálogo que necesitamos y que venturosamente exigen con pluralidad plausible y consistencia conceptual y política, decenas de acreditadas organizaciones de la sociedad civil en su manifiesto Nuevas Políticas Económicas y Sociales frente a la Desigualdad y la pobreza
presentado el lunes pasado.
Un diálogo como este, dignificaría a la nueva Cámara y servirá para empezar a corregir la enorme brecha entre economía, sociedad y democracia, que el neoliberalismo impuso como condición para la estabilidad económica y la recuperación de un crecimiento que nos abandonó como realidad y horizonte desde hace 30 años.
Habría empezado la rehabilitación de una política aquejada de senilidad precoz…