ecibo con júbilo la noticia de la creación de la secretaría de cultura porque, por una parte, hace expresa la voluntad política del Ejecutivo federal por atender y resolver la definición de la figura administrativa a través de la cual el gobierno federal ejecutará la política pública en materia de desarrollo cultural; y, por la otra, porque abre la posibilidad de llevar a cabo una discusión participativa, informada y propositiva, en el Congreso de la Unión, sobre el sentido de la política cultural, las funciones y la forma concreta de organización de la futura secretaría de cultura.
Si bien es cierto que el proceso para la creación de la secretaría de cultura abre la posibilidad de optimizar los recursos humanos, financieros y materiales que invierte el Estado mexicano en el desarrollo cultural; no puede, ni debe ser ése el primer objetivo de la discusión. Agotar la discusión sobre la nueva secretaría de cultura en cómo resolver temas administrativos para evitar duplicidades administrativas y reordenar el ejercicio de los recursos presupuestales, sería un desperdicio de la oportunidad que ahora se presenta para redefinir el sentido de la política cultural, en el entorno del nuevo paradigma de las sociedades del conocimiento.
La secretaría de cultura no puede, ni debe ser únicamente el resultado quirúrgico de transferir las funciones relativas a la preservación del patrimonio cultural y el fomento a las artes, a la nueva dependencia; sino que sus nuevas facultades y obligaciones deben resultar de analizar con un criterio mucho más amplio cuáles son aquellas que se requieren para el desarrollo cultural, en las condiciones que impone un mundo plenamente interconectado e interactivo, donde lo cultural es promotor y conductor del desarrollo sostenible.
Es decir, el análisis de las nuevas facultades de la secretaría de cultura tiene que cruzar por conocer y evaluar su vinculación con los sectores de comunicaciones, desarrollo social, educación, economía, relaciones exteriores, turismo y gobernanza; y en consecuencia, definir si algunos de los organismos que ahora se encuentran ordenados en otros sectores, deberán ser parte de la nueva secretaría o cómo se resolverá su adecuada vinculación con el nuevo sector.
Otra necesaria definición que acompañará la creación de la secretaría de cultura será la de su forma de relación con los otros ámbitos de gobierno: estatal y municipal. El prurito sobre la competencia en materia de monumentos arqueológicos –principalmente– y la adscripción a la Secretaría de Educación Pública, pospusieron la posibilidad de aprobar una Ley General de Desarrollo Cultural que distribuyera y articulara las facultades concurrentes entre los tres ámbitos de gobierno en materia de desarrollo cultural; y, en consecuencia, estableciera las partidas presupuestales de transferencia que –desde hace muchos años– debieron acompañar a las transferencias de recursos fiscales a estados y municipios por concepto de educación pública.
Otro tema implicado es que, hasta el día de hoy, la única institución cultural que tenía representación en todos los estados es el INAH. Con la creación de la secretaría de cultura, cabe pensar en la posibilidad de que ésta tenga una delegación en cada uno de los estados; y ya no solamente para el tema patrimonial, sino todos los implicados en sus nuevas competencias y obligaciones.
En las horas posteriores al anuncio de la creación de la secretaría de cultura, muchos de los comentarios se centraron en que ese proceso pudiera o no generar más burocracia, o en que si representaría un costo adicional o que tiene la virtud de identificar duplicidades; y, repito, aunque sea parte del proceso, no es lo más importante. Me parece que debemos evitar a toda costa que sea ése el tema central de la discusión.
Por otra parte, he leído muchos comentarios que cuestionan la iniciativa de crear una secretaría de cultura, debido a que dudan de las capacidades del Ejecutivo federal para elaborar un proyecto que cumpla con las expectativas del sector. Se tiene la percepción de que la iniciativa de la secretaría de cultura surge solamente como el resultado de que –conforme a la metodología de presupuesto base cero– no se generan costos adicionales y es posible compactar funciones ahora duplicadas.
Al respecto pienso que la experiencia administrativa acumulada por los funcionarios del sector cultura del Ejecutivo federal, asegura que la iniciativa atienda muchas de las necesidades legislativas, administrativas y operativas con las que ellos mismos se enfrentan cotidianamente; sin embargo, lo más importante y lo que alienta mi optimismo, es que la iniciativa enviada al Congreso de la Unión, será allí donde fundamentalmente podremos construir los mecanismos de participación informada, corresponsable y propositiva que perfeccionen la iniciativa del Ejecutivo y la acerque –lo más posible– a lo que se necesita de una política cultural en los tiempos que corren.
* Consultor internacional en materia de políticas culturales para el desarrollo sostenible