|
||||||
La guerra fría en México
Lorenzo Meyer Punto de partida. Entre 1946 y 1989 la llamada Guerra Fría fue, a querer que no, el gran marco en que se desarrolló el proceso político mexicano desde la presidencia de Miguel Alemán hasta la caída del Muro de Berlín. Y es en este marco que se debe situar el significado de la confrontación entre el régimen autoritario mexicano y sus adversarios de la izquierda revolucionaria en las décadas de 1960 y 1970. A partir de 1989 el conflicto entre izquierda y derecha en México continuó , pero en un marco internacional diferente al anterior y justamente por eso hubo cambios en la forma que asumió la confrontación. El contexto. Cuando en 1945 George Orwell publicó una de las obras que se convertirían en clásicas de la literatura política del siglo XX –Rebelión en la granja-, el escritor británico también publicó un artículo donde sostuvo que con la aparición de la bomba atómica las condiciones en que se desarrollarían las relaciones entre las potencias mundiales serían distintas a las del pasado. En ese texto, “You and the atomic bomb” (The Tribune, Londres, 19 de octubre, 1945), Orwell supuso que en poco tiempo la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) tendría su propia arma atómica y que a partir de ese momento ya no sería racional una guerra abierta entre las grandes potencias vencedoras de El Eje, pero en su lugar aparecerían “dos o tres estados monstruosos” que concentrarían el poder mundial y que el resto de Estados serían sus subordinados políticos ,y la humanidad viviría una “una paz que no será paz”, es decir, una Guerra Fría. Como en otras cosas, Orwell, un socialista antiautoritario, resultó ser un auténtico visionario. Tres lustros más tarde, en México, era común encontrar el lema “cristianismo si, comunismo no” en pequeños engomados fijados en las puertas o ventanas de casas de diversas clases sociales. Detrás de esa identidad entre religión y política, estaban los esfuerzos del Secretariado Social Mexicano y de la Conferencia de Organizaciones Nacionales, dos instituciones mediante las cuales la jerarquía católica mexicana se empeñaba en movilizar políticamente a los ciudadanos de un país católico en su mayoría para neutralizar cualquier esfuerzo de las corrientes de izquierda, que eran caracterizadas como instrumentos de un movimiento internacional comunista –una fuerza atea, enemiga de la propiedad privada y de la identidad nacional-, cuyo centro era Moscú y que tenían como objetivo último implantar por medios aviesos ese sistema en México y en el mundo. Matrioshkas. Como en las muñecas rusas, el esfuerzo anticomunista de la jerarquía católica mexicana era apenas una de las numerosas manifestaciones dentro de un empeño mucho mayor, en el que participaban lo mismo los aparatos de seguridad y de propaganda de los gobiernos federal y estatales, que el partido de Estado –el Revolucionario Institucional, PRI-, otros partidos menores de derecha, las embajadas y aparatos de inteligencia extranjeros, organizaciones empresariales, sindicatos, universidades, grupos estudiantiles, medios masivos de información o personajes del mundo intelectual. A su vez, esa campaña mayor estaba inmersa en un proceso mucho mayor, global, protagonizado por los “dos Estados monstruosos” que Orwell había vaticinado. Cada país era el escenario local de una pugna mundial de carácter político, ideológico, económico, militar y cultural entre las superpotencias nucleares de la época: Estados Unidos y la Unión Soviética. Ese antagonismo sólo desapareció con la caída del Muro de Berlín en 1989 y la disolución de la Unión Soviética dos años más tarde. Sin embargo, los rescoldos y secuelas de esa lucha de 46 años aún se dejan ver y sentir en el México actual. Cuando Estados Unidos emprendió su lucha global contra el comunismo en la segunda mitad de los años 1940, México simplemente no pudo optar por quedar al margen como había ocurrido durante la Primera Guerra Mundial; a lo más que se aspiraba al asumir Miguel Alemán la Presidencia en 1946 era a negociar su papel como lo había hecho durante Segunda Guerra Mundial, en donde actuó como un aliado de Washington por una mezcla de necesidad y de convicción. La nueva y peculiar tercera guerra mundial. Definición y naturaleza. Las definiciones de la Guerra Fría no escasean. Una escueta es la del historiador inglés Eric Hobsbawm: “el enfrentamiento constante entre Estados Unidos y la URSS, potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial”. Otra más extensa, de Ann Lane, es la que la caracteriza como “un estado de tensión, hostilidad, competencia y conflicto que caracterizó las relaciones de Occidente con la Unión Soviética y especialmente las relaciones estadounidense-soviéticas durante la mayor parte de la [segunda] post guerra [...] como consecuencia de un equilibrio de fuerzas entre las potencias occidentales y la Unión Soviética después de que su alianza contra el enemigo común, El Eje, se disolvió al final de la guerra en medio de sospechas mutuas y conflicto de intereses [esto desembocó] en un esfuerzo concertado entre Estados Unidos y la Unión Soviética para lograr un modus vivendi de coexistencia pacífica”. Nótese que en ambas definiciones el acento esta puesto en la pugna Estados Unidos-URSS, pero sin mencionar al mundo “periférico” pese a que fue ahí donde se libró la versión “caliente” de la Guerra Fría.
En el lado al que México quedó adherido en 1946 –el estadounidense-, la naturaleza del nuevo conflicto quedó resumida en el llamado “telegrama largo” que George Kennan envió a Washington desde la embajada en Moscú en 1946 y que, en esencia, definía a la URSS como una dictadura brutal movida por un permanente sentido de inseguridad y que no aspiraba a coexistir con Occidente. Se trataba de un poder expansionista “refractario a la lógica de la razón [...] pero altamente sensible a la lógica de la fuerza”, es decir, era realista en su política internacional y, por tanto, Estados Unidos debía diseñar una política de contención en cualquier lugar donde los soviéticos pretendieran extender su influencia. Esa contención sistemática terminaría por obligar a Moscú a cooperar con su oponente y, con el tiempo, podría incluso desembocar en la desintegración del mismo sistema soviético. Los postulados de Kennan se convirtieron en la base de la política estadounidense posterior. Desde el lado soviético, en septiembre de ese 1946, Nicolai Novikov, embajador de la URSS en Washington, también envió a Moscú otro largo telegrama donde subrayaba el carácter imperialista y expansionista de Estados Unidos como resultado de la muerte del presidente Franklin D. Roosevelt y el ascenso de las fuerzas más reaccionarias con la presidencia de Harry Truman, En esas condiciones, el objetivo último de Washington era la “supremacía mundial” y preparaba ya al ejército y a la opinión pública para una futura guerra, incluso atómica, contra la URSS. El revisionismo histórico ha terminado por plantear la pregunta en torno a la inevitabilidad del conflicto ideológico y de intereses que marcó al sistema mundial de la segunda mitad del siglo XX. Una respuesta es que las interpretaciones que hicieron Kennan o Novikov distorsionaron la realidad y reforzaron la opinión y los prejuicios de los dirigentes de sus respectivos países y reafirmaron sus visiones del mundo. Sin embargo, la URSS de Stalin ni podía -el costo que le implicó la Segunda Guerra fue enorme- ni quería expandir su sistema socialista a nivel global, sino sólo dar forma a un cinturón de seguridad efectivo en Europa oriental que le protegiera de otra agresión como la de 1941 y que terminó pagado con 26 a 27 millones de muertos. En Estados Unidos, Roosevelt tomó decisiones que, de haberse mantenido, hubieran podido conducir a un acomodo con las necesidades de seguridad soviéticas, pero su muerte en abril de 1945 puso inesperadamente al mando de ese país a un vicepresidente y a un grupo político con una visión muy anticomunista y apoyada por los británicos. El temor y la desconfianza mutuos se transformaron en un círculo vicioso que, pese a permitir momentos de deshielo, sólo se rompió , y no del todo, con la desaparición de la URSS . Un México autoritario en el bloque de la democracia. Vista desde México y en el segundo decenio del siglo XXI, la Guerra Fría se puede analizar por los efectos que tuvo en la relación bilateral con el poder hegemónico de la zona –Estados Unidos- y, sobre todo, en el proceso político interno. El sistema autoritario mexicano de la época sirvió y se sirvió de la agenda anticomunista del gobierno de Washington y la relación entre los gobierno a ambas orillas del Río Bravo tuvo un carácter funcional para las agendas los dos gobiernos.
El examen de cómo, cuándo, por qué y con qué resultados la dirigencia política mexicana –y la élite del poder en general- jugó sus cartas de la Guerra Fría frente a Estados Unidos y cuándo y hasta qué punto se plegó a las demandas de Washington, hace que el enfoque que liga el examen de los procesos internos de la época con las posiciones y acciones estadounidenses en su lucha contra el bloque soviético provea una buena parte de la explicación del proceso político, económico, social y cultural de México en la segunda mitad del siglo XX. Por su localización geográfica y su debilidad relativa, México, a partir de su derrota en la guerra con Estados Unidos (1846-1848), quedó como parte de un subsistema internacional que surgió en la América del Norte con Washington como centro, al punto que fue en Estados Unidos donde México encontró desde muy temprano el límite efectivo a su soberanía. Tras su victoria sobre España en 1898 y, sobre todo, a raíz de su participación en la Gran Guerra Europea de 1914-1918, Estados Unidos adquirió el carácter definitivo de gran potencia. La subordinación que de tiempo atrás Washington venía exigiendo a cualquier otro posible actor internacional con intereses en México –especialmente a Inglaterra, Francia y Alemania- se hizo realidad. Cuando estalló la Guerra Fría, México simplemente ya no tuvo otra opción que acomodar sus prioridades a las de la agenda del gobierno de Washington pero sin dejar de buscar espacios de libertad de maniobra, lo que dio lugar a diferencias e incluso desacuerdos, por ejemplo, en la relación con la Revolución Cubana en la década de 1960, pero ya ninguno de ellos tan fuerte como los que tuvieron lugar durante los años de la Revolución Mexicana. El costo de este acomodo corrió generalmente a cuenta de las izquierdas mexicanas. Su represión siempre fue bien recibida y justificada por Washington. Entre el ‘mundo libre’ y el autoritarismo mexicano, una relación de conveniencia. El notable control que el régimen mexicano logró tener sobre los procesos internos del país entre 1945 y el final de la Guerra Fría fue la principal carta en su juego con Estados Unidos, un juego que le permitió mantener una cierta autonomía en su política interna e internacional a cambio de controlar a las fuerzas de izquierda y garantizar a los gobiernos de Washington que su gran frontera sur no serían motivo de inquietud para su proyecto internacional ni para su seguridad nacional. Para 1946 la Revolución Mexicana había terminado por construir un nuevo autoritarismo, más complejo e institucionalizado que el de Porfirio Díaz. En el nuevo sistema el poder no estaba en manos de un dictador, sino en una presidencia renovable cada seis años, apoyada por un ejército sometido al control civil; un partido de Estado que, a su vez, tenía una amplia base social encuadrada en estructuras corporativas -obreros, campesinos, burócratas, clases medias-; un sector empresarial también corporativizado; medios de difusión controlados, y elecciones regulares pero que simplemente servían para ratificar decisiones previamente tomadas dentro de la cúpula de un sistema que mantuvo ese mecanismo durante 71 años consecutivos. Por otro lado, la Revolución Mexicana más los efectos de las dos guerras mundiales, terminaron por minar la posición del capital europeo y aumentar la dependencia mexicana del capital y mercado estadounidenses.
El sistema político mexicano de la post revolución tuvo una forma democrática pero un contenido netamente autoritario. Sin embargo, y pese a que el corazón ideológico de la Guerra Fría desde la posición de Occidente era la lucha por defender y extender la democracia política, ese no fue el caso con México y muchos otros países. El Washington oficial siempre aceptó al régimen mexicano como democrático, lo legitimó como tal y, por tanto, contribuyó a mantener el México antidemocrático. Es en este gran contexto internacional donde la Guerra Fría justificó y legitimó al autoritarismo mexicano –uno de los más efectivos del siglo XX-, donde tuvieron lugar los hechos de Ciudad Madera, el 68 y toda la acción contrainsurgente de la década de 1970 o el fraude electoral de 1988. El mundo occidental justificó el autoritarismo mexicano pero, curiosamente, su adversario, el mundo socialista, no denunció la represión que el régimen mexicano desarrolló contra sus adversarios, que básicamente fueron de izquierda. Finalmente, el relativo silencio del campo socialista sobre los efectos de la lucha contrainsurgente del gobierno mexicano también se explica en buena parte como resultado de las complejidades de la Guerra Fría: el nacionalismo mexicano de la época y su pequeño margen de independencia frente a Estados Unidos resultaron ser factores que al lado socialista le interesaba preservar y fomentar incluso a costa de los intereses de la izquierda mexicana. Un ejemplo de la coincidencia de intereses entre el autoritarismo mexicano y el bloque socialista es la presencia de Fidel Castro en la toma de posesión como presidente de Carlos Salinas en 1988 y la aceptación tácita del fraude contra la insurgencia electoral encabezada entonces por Cuauhtémoc Cárdenas.
|